Los secretos

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Se murió Lucía, la vidente de Fátima, y se marchó sin secretos. Lo reiteró antes de marcharse: no hay más secretos. Y me ha entrado la desilusión. Hemos vivido casi un siglo pendientes de los secretos portugueses para nada. Demasiada expectativa para nada. Estos secretos se parecen un poco a los horóscopos: dicen lo que tienen que decir, es decir, nada, porque nada hay que decir. Todo está confeccionado según la agenda de la historia y de ahí en adelante que sea la historia la que los clarifique.

     Cuando nos quedamos sin secretos comenzamos a desvestirnos con la desnudez de la nada. El secreto no revelado es lo que estimula, el revelado carece de sentido porque nunca colma las expectativas. Tanto secreto guardado para que ahora nos quedemos sin el secreto. Tanta especulación para quedarnos sin poder seguir especulando. Me da la impresión que ni Dios ni la Virgen chismean secretos, para qué, si todo está claro. Lo que va a pasar está a la vista, y no hay futurólogo que lo desdiga.

     Lo cierto es que no nos resignamos a quedarnos sin el alimento de los secretos. El sacramento de la penitencia continúa teniendo su embrujo no tanto por el perdón cuanto por el secreto bien guardado el cual, gracias a Dios, hasta ahora ha dado resultado. Por eso es un sacramento creíble.

     Lucía se confesó primero con el papa para confiarle el secreto y ahora se ha confesado con todos los creyentes de su secreto para decirnos que ya está todo claro. Y es cuando comienza a oscurecerse: no nos resignamos a que eso haya sido todo, no queremos aceptar que los secretos son eso, más imaginación que otra cosa. De ahí su embrujo, de ahí su poder, de ahí su estímulo.

     No solamente se trata de los secretos místicos, también de los otros, esos que andan por la vida de manos de políticos, empresarios, cantantes, toreros o simplemente empleados. Todo secreto tiene buena dosis de chisme, gran dosis de media verdad, estupendo caldo de cultivo para la información desinformada. Los jueces intentan develar los secretos: a veces lo consiguen, otras, desgraciadamente, no. En cualquier caso, una vez que el juez se pronuncia no todos quedan contentos con la sentencia; quizá porque los secretos no han sido totalmente develados, o no lo han sido al gusto de todos. Pero sin los secretos no podríamos vivir, y una vez que se aclaran, pierde embrujo continuar viviendo.

     Lucía se ha marchado y ha dicho: “Se ha publicado todo; no hay más secretos”. Pues punto final. A comenzar de nuevo. A esperar otra aparición. A interpretar los acontecimientos que fueron, y los que serán.

     Un enviado vaticano tuvo que viajar hasta el lecho de Lucía, días antes de morir, para que la religiosa le aclarara ese secreto que algunos dicen todavía persiste. El enviado mostró a la religiosa la redacción que sobre el particular había difundido el Vaticano, y Lucía dijo que eso era correcto. Y se encontraba en “óptima forma, lúcida y vivaz” cuando lo dijo. Así es que quien se empeñe en no cerrar este capítulo de la novela de Fátima es porque se empeña en lo imposible. Yo soy de los que se empeñan en lo imposible: desde niño viví soñando en ese secreto y ahora me lo han quitado de las manos en forma absolutamente natural, cual es la de la muerte. Lucía, al parecer, no se ha llevado nada, solamente nos ha dejado la certeza de que ya todo está claro y que no hay por qué continuar especulando. Queda dicho lo que ella dijo: ¡Cuántas cosas me atribuyen! ¡Cuántas cosas me hacen hacer!.

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