Pablo, el pasionista (19 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Me lo imagino, porque he visto a más de uno con los mismos síntomas. Me lo imagino como alguno de los predicadores que acudieron a mi niñez, en mi pueblo, cuando las misiones, en Semana Santa preferiblemente. Me lo imagino cargando con la cruz a cuestas, como un día vi a un franciscano. Ordenó el padre misionero que mi tío, el carpintero, José, del que ya he hablado, le hiciera una cruz. A mí tío le habían pedido muchos encargos, pero nunca una cruz para ser cargada por un misionero, como si el misionero fuera el Cirineo, aquel que ayudó a llevar la cruz de Jesús cuando a Jesús le faltaban las fuerzas.
Ni tío, obediente para estos menesteres, y a ruegos del alcalde del lugar, se dedicó a construir una cruz, la cual, ya de mayor, pensé que todavía se encontraría en aquel lugar de trastos de la iglesia que llamábamos cilla. Tuve la osadía de acudir a él, y allí encontré no pocas cosas de mi niñez de monaguillo las cuales, confieso, deterioradas y todo, me emocionaron. Quise inclusive cometer voluntariamente el pecado de llevarme alguna de ellas, porque para qué allí, apolillándose. Pero una mano me contuvo. Así es que solamente cometí el pecado de intención. En la cilla no estaba aquella cruz construida por tío José para el predicador franciscano.
Cargó con la cruz el Viernes Santo, y para mí se convirtió en un Cireneo de verdad, quizá el único Cireneo de verdad que ha existido. Yo iba junto a él, me había encargado el párroco, don Leopoldo, que esparciera incienso para santificar el camino por delante de los pasos del predicador. Iba cansado el hombre. Mi tío no había tenido demasiadas consideraciones a la hora de construir la cruz: la hizo la tamaño natural. No pidió el fraile que luego del trayecto lo crucificáramos, lo cual, tengo que decirlo, me desilusionó un tanto. No sabía yo distinguir a aquellas edades mucho entre el Cirineo y el propio Jesús, a pesar de transcurrir mi niñez ayudando la las misas del cura, a las solemnes y a las diarias.
Luego de la procesión, la prédica. Y ahí sí se despachaba el hombre. Cruz y cruz y cruz. Latigazos, latigazos y latigazos. La espada del malvado soldado perforando el pecho del crucificado. La mano del predicador sujetando en su pecho esa herida que a él no había llegado. Y luego las penas eternas para todos aquellos que no nos convirtiéramos en Cirineos, pues ese era nuestro destino en este valle de lágrimas. Tal cual.
Pues bien, este Pablo de la Cruz, italiano él, genovés para más señas, fue un auténtico enamorado del Jesús crucificado y de todos los dolores hasta el momento del grito que hizo que el cielo se nublara, se rasgaran los cortinajes del templo, y retumbara el trueno.
Dicen que este Pablo, el genovés, también escenificada sus prédicas no solamente con cruces en las manos sino con corona de espinas en la cabeza. Dicen que la gente temblaba al oírle, y no es para menos. Y dice, que para que creyeran lo que decía, no tenía reparo en flagelarse ante los feligreses. Todas estas cosas se dice de este hombre, puede que exageradamente. Pero de lo que se trata es que su intención fue predicar acerca de los sufrimientos de Cristo para estremecer y llevar a mejor vida a los pecadores. Y no se contentó con eso. Fundo una congregación, esa que lleva el nombre de Pasionistas. Nada más oportuno el nombre: Pablo de la Cruz, Pablo el de la Pasión. Auténtico predicador del siglo XVIII.