Ignacio, el espectáculo (17 de octubre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Sí, la muerte de este Obispo fue planificada como un espectáculo, tal y como se planifican hoy para las ferias. Y fue conducido desde Antioquia hasta Roma para que el último día de las festividades del la capital de Imperio gozara el espectáculo contemplando cómo las fieras devoraban a los cristianos. Estos espectáculos deberían ir cada vez a más, para que el público no se cansara con la exhibición. Así les que mucho, pero con variantes. Podían los espectadores apostar qué fiera propinaba el primer mordisco, si hoy se habían seleccionados leones o leopardos, si a los condenados se les dotaba de algún instrumento para sortear las primeras envestidas de las fieras salvajes, o si simplemente se les lanzaba al ruedo para que, ateridos por el miedo, se escondieran en un rincón o se arrodillaban en el centro del redondel, como ya parecía costumbre, esperando el primer zarpazo.
El caso de este tal Ignacio venía precedido de mucha publicidad antojadiza, fijada por el emperador trajano. Se corría por las calles de Roma que era orden del emperador que todos acudieran al circo pues desde Antioquia venía, en barco, un condenado que había desafiado al emperador, y estos desafíos sagrados siempre tienen la recompensa del hambre de las fieras. Día y noche se comentaba en Roma acerca del gran espectáculo reservado para el último día de las fiestas populares, para que se conservara en la memoria, cuáles eran las inventivas del emperador a la hora de planificar espectáculos para sus súbditos.
También en los cenáculos de los cristianos se comentaba acerca de esta condena. Cuando se enteraron de que llegaba la nave a puerto, desde Antioquia, los cristianos salieron de sus escondites y acudieron al puerto para darle la bienvenida, para rogarle su bendición, pues claro tenían los cristianos el resultado final.
No vieron cara de susto en el obispo. Y cuando le propusieron que iban a implorar clemencia, Ignacio dijo:
- Que me devoren las fieras, por favor.
Dos leones le lanzaron. Dos leones con mucha hambre acumulada. Dos leones que no tuvieron reparos. Dos leones que no sabían de milagros. Dos leones que dieron rienda suelta a su hambre y en él se saciaron. Resultó un espectáculo de poco tiempo. Casi ni espectáculo resultó. Pero para que la fiebre de sangre de los espectadores fuera saciada el último día de las festividades, para eso estaban los protagonizadotes, para echar más carne para el hambre de tigres, hienas, leones y cuanto hambriento carnívoro aguardara su comida. Pero, al parecer, todos siguieron las instrucciones de este Ignacio llegado desde Antioquia, y condenado por orden directa del emperador para dar lucidez al espectáculo, ya que se había atrevido a no conceder categoría de dioses a los dioses del imperio desafiando a Trajano de que el único Dios era el Creador del cielo y de la Tierra, encarnado en su hijo Jesús.
Dicen que era muy tozudo en sus creencias este natural de Antioquia. Y dicen que su mayor alegría era poder morir por ellas, a como diera lugar. Y dicen que por eso dijo:
- Que me destrocen las fieras, por favor.
Y lo destrozaron dos leones, no por favor, sino por hambre. Y el espectáculo, tan cuidadosamente programado, no dio para mucho. Fue cosa de ver la presa y descuartizar.