Alberto Magno, el doctor (15 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

A Alberto Magno lo prefiero de blanco y negro, pues no cabe otro color en un fraile dominico que esa grandeza del blanco y del negro para que siempre la virtud quede en el medio. Quiero decir que no me gustan las medias tintas, y este Alberto, de los primeros dominicos y de los primeros santos predicadores, era hombre de búsqueda. Corrió en búsqueda de Aristóteles y lo encontró, y se lo entregó a su discípulos, Tomás de Aquino, ya bautizado, ya apto para entender filosófica y teológicamente muchas de las verdades que no parecían aptas para el entendimiento, solo para la aceptación ciega.
Solamente tenía diez años de vida la Orden de Predicadores, fundada por el castellano de Burgos, Domingo de Guzmán, cuando Alberto, hombre de ciencia, hombre de cátedra, hombre con treinta años ya a su espaldas, llamó a la puerta del convento y solicitó al superior:
- Deseo que me acepte en comunidad.
Ya sabía el prior dominico quien era aquel hombre. Ya lo sabían los frailes, pues los dominicos, además de mendicantes, eran hombres dados a las aulas, pues no hay predicación verdadera que no se sustente en la verdadera ciencia. De ahí que cuando el joven Alberto pidió entrada en la Orden no recibió obstáculo alguno: le abrieron la puerta y esa puerta ha quedado abierta para la ciencia desde que Alberto la traspasó.
Luego llegó a obispo, pero eso es lo de menos. Y es que, yo que algo sé de él, que algo tengo de él, como de Tomás, su discípulo, solamente me lo imagino de blanco y negro, hábito y capa, dominico de pura cepa y revolucionario de toda la ciencia, filosófica y teológica, que todavía hoy impera. Quizá los laureles vayan más para su discípulo, Tomás de Aquino, pero fue este maestro, este Alberto, el que le puso la ciencia aristotélica en bandeja de plata.
No aguantaba en su cabeza la dignidad episcopal, de ahí que al poco solicitó esa dispensa. Lo suyo eran las aulas, los libros, la predicación, la enseñanza sin trampa. Más de un disgusto le costó. Pero no era hombre de amilanarse, como nunca lo han sido los dominicos, y cuando lo acusaban de mezclar la ciencia, de dar crédito al saber de la naturaleza y de poner en claro que entre filosofía y teología hay distinción, que entre fe y revelación debe haber entendimiento, lo tuvieron como peligroso. Pero como era recio en sus convicciones, dijo: “Hay ignorantes que quieren combatir por todos los medios el empleo de la filosofía, y sobre todo entre los predicadores, donde nadie les resiste, bestias brutas que blasfeman lo que ignoran”. Pues ahí quería llegar, ahora lo quería ver yo, diciendo lo mismo, exactamente lo mismo, haciendo teología con lo que hay que hacer teología y haciendo ciencia con lo que hay que hacer ciencia. Ahora lo quería yo ver, mirando fijamente a los ojos de los predicadores modernos, incluidos los obispos, que siguen, en nombre de la teología, desacreditando las evidencias.
Me gusta mucho este santo que pudo haber elegido las armas como norma de vida pero que eligió las aulas para intentar predicar la paz. Venía de la nobleza y era rico, pero un día, ya consciente de su quehacer, llamó a la puerta de los dominicos para hacer del claustro su vida, y de la vida su verdad. Y se encontró con Tomás de Aquino, y vaya la que armaron entre los dos.