Los Coronados, soldados (8 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Eran cuatro, y hermanos. Y ahí van sus nombres: Severo, Severino, Carpáforo y Victoriano. Cuatro ufanos soldados del emperador, eso que quede claro. Cuatro jóvenes dispuestos a defender el imperio, pues de eso se trataba. Cuatro con ascendiente, pues no solamente tenían buen porte sino que se habían hecho famosos por su arrojo. Los llamaban los Coronado. No sé si se trata de apellido o de apodo, pero no importa.
¿Qué hacían estos cuatro jóvenes vestidos en plan de guerra, ondeando los estandartes imperiales, obedeciendo las órdenes cuando el capitán mandaba atacar, y atacando como atacaban, que hacían estos muchachos en el ejercito del emperador, proclamándose como se proclamaban cristianos? ¿Serían infiltrados? ¿Serían agentes de esa nueva secta, los seguidores de Cristo, que tantas perturbaciones estaba trayendo al imperio?
Todo buen gobernante, y si se trata de militar, más, cuida a su ejército. En el ejército reside la clave de su poder. Cuando el gobernante no confía en su ejército, tampoco su ejército en él, y luego ocurre lo que ocurre. Así es que no había más que cortar por lo sano, y el emperador, Diocleciano, empeñado como estaba, dio la orden:
- Es de urgencia depurar el ejército. No quiero ni un solo cristiano en nuestras filas.
Eso de expurgar las instituciones cuando de sospechosos se trata, es de curso legal. Antes, ahora y posiblemente siempre. Esto de tabular las ideologías, las creencias, las inclinaciones políticas dentro de las instituciones, es práctica consabida. Antes, ahora y posiblemente siempre. Así es que no es de extrañar la orden del emperador:
- Antes de que me tumben del cargo los tumbaré yo. ¡No quiero cristianos en mi ejército!
Y comenzó a cumplirse la orden.
Llamaron a los Coronado y los aconsejaron, como siempre: podéis perder vuestra carrera, podéis perder la confianza en los superiores, nada os cuesta rendir pleitesía a los dioses, al fin y al cabo ese tal Cristo no es de nuestro entorno. Pero ellos, nada. Así es que los subalternos no tuvieron más remedio que apresarlos y conducirlos ante las autoridades.
- Es muy sencillo para salir de este entuerto. Mañana acudimos todos ante la estatua de Esculapio, nuestro dios medicinal, y con colocar unos granitos de incienso en los pebeteros es suficiente.
Estaba el dios Esculapio muy orondo sobre su pedestal, apoyado en su bastón y con su serpiente inseparable enroscada en el palo. No era un mal dios este Esculapio. Para empezar, hijo de Apolo y de una ninfa de nombre Coronis. Pero no era un Dios guerrero. Por el contrario, su deidad se encaminaba hacia el remedio de las necesidades de los humanos. Era el dios de la medicina. Así es que no era malo. Por lo tanto, unos granitos de incienso para honrar a un dios bueno, tampoco es mucho pedir.
Pero los Coronado dijeron que no, que ellos solamente adoraban a su dios y sólo a él rendiría culto con el incienso. Así es que, asunto cerrado: no podían continuar en el ejército. Y por desobediencia militar, que es una desobediencia muy de alto calibre, la muerte.
Dicen que los apalearon, dicen que les desgarraron las carnes, dicen que, ya muertos, los dejaron a la intemperie, para que los perros hambrientos terminaran descuartizándolos. Y dicen que los perros hambrientos no osaron hincarle los colmillos. Pero el Dios Esculapio no bajó de su cielo a curarle las heridas. Menos a resucitarlos, como contaban que el dios había hecho con algunos de sus pacientes. Cosas de dioses. Cosas de soldados.
Todavía hoy los médicos usan el su ojal el palo con la serpiente enroscada, honrando a Esculapio.