Andrés, el mentiroso (7 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Llegó a ser santo por culpa de una mentira propia. Llegó a ser santo porque, al ejercer su profesión, actuaba como muchos profesionales de la misma especie. Era abogado, y no es que los abogados sean mentirosos, Dios me libre, sino que saben, por el ejercicio, pintar las verdades y las mentiras según las exigencias del cliente. No hay más que ver a dos abogados enfrentados por la misma causa. Lo que para uno es cierto, para el otro no. De ahí el buen discernimiento de los jueces en torno a estas medio verdades esgrimidas, en torno a esas verdades sabidas, pero ocultadas o en torno a esas mentiras camufladas como verdades. Que fue el caso de este abogado en ejercicio, italiano, siglo XVII. Dijo en el juicio lo que no era, y no sé si su mentira fue creída por los jueces pero si por él. Y la tal mentira lo salvó.
Como los abogados leen mucho, pues su profesión les exige estar al tanto de los acontecimientos, de los presentes y de los pasados, leyendo estaba la Biblia, y en la Biblia leyó: “La boca que miente, mata el alma”. Y comenzó a sentirse culpable. Sin proponérselo, había atentado contra sí mismo. Dejó el ejercicio de la abogacía y se encaminó a un convento de padre teotinos. Y desterró la mentira para siempre, pero no el empuje bien aprendido de su profesión.
Era hombre de empuje, de eso no cabía duda. Pero el siglo XVII no fue buen siglo para los conventos. De puertas adentro el relajo había prosperado. Los buenos monjes, las buenas monjas, no las tenían todas consigo. Literatura al respecto, y documentos, mucha hay, por lo que no es necesario ahondar. Pero ante tanto relajo, Carlos Borromeo, obispo de Milán, ordenó a este fraile, maestro de novicios, de palabra justa, de vida sosegada, que debería ir al convento tal para poner orden. Así se lo dijo, sin más. Para poner orden. Pero cuando los religiosos se enteraron, enviaron la misiva:
- Si viene, lo matamos.
En aquel tiempo las cosas eran así.
- Dicen los hermanos que si voy, me matan.
- Eso dicen. ¿Irá?
- Iré.
Fue. No lo mataron. Y puso lorden.
En la ciudad de Piacenza lo llamó el gobernador:
- Tengo quejas de usted de cantineros y dueños de casas de juego.
- Me lo imagino, gobernador.
- Así les que está al tanto.
- Pues sí.
- ¿Y?
- Que seguiré predicando contra el pecado.
Un hombre tozudo. Pero ya todos sabían que de su boca no salía mentira.
Ochenta años vivió en este plan. Y cuando falleció todos querían darle el último adiós al fraile de verdad en la boca. Dicen que en aquel momento algunos se atrevieron a cortar levemente sobre su cadáver para que fluyera sangre. Dicen que esa sangre la tomaron en frascos. Y dicen que cuatro años después, justamente en el aniversario de su muerte, la sangre comenzó a hervir en los recipientes. Eso dicen. Si es verdad o mentira, no lo sé. Tampoco él lo ha desmentido.