Catalina Labouré (28 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Si usted chequea su hoja de servicios, como religiosa, la verdad es que Catalina no da para mucho, ni siquiera para dejar su nombre estampado en los libros conventuales, junto a los de las religiosas venerables. Escuetamente su currículo dice así: religiosa a los 24 años, cinco años como ayudante en la cocina, ni siquiera cocinera, otros cuatro en la ropería, quince años cuidando y ordeñando a las vacas, escasas, que tenían las religiosas, y sus últimos años como portera. Y hay que ser claros: para que le encomendaran estos menesteres no veían en ella dotes para mucho más. Ni superiora, ni maestra de novicias, ni sacristana, ni directora del coro. Si se quiere lo más ramplón, lo que, entiéndase bien, habitualmente hacen los criados. Y seguramente que lo hacía bien, pues no pasó su vida a otras encomiendas. Lo de la vida de oración, la obediencia y todas esas cosas, pues normal. Así es que se atrevió a dejar que su vida transcurriera en el anonimato, a pesar de las apariciones.
Y es precisamente la famosa aparición del 27 de noviembre de 1830, y el asombroso resultado de esa aparición, la que la catapultó a la fama, muy a pesar de ella e, inclusive, luego de su muerte, por ese deseo expreso suyo de que la aparición personal quedara en el anonimato, no el resultado, es decir, el mandato de la elaboración de la medalla, esa que hoy conocemos como la Medalla Milagrosa, esa que, por millones y desde entonces, circulan por los cuellos de los devotos.
Se le apareció la Virgen, brillante, rodeada de luz, como siempre se aparece la Madre de Dios. Traía en sus manos rayos de luz que se expandía para reflejar sobre el globo terráqueo, pues de eso se trataba. Y la visión le dio el encargo: Quiero que se elabore una medalla de esta manera. Es decir, que hasta el diseño de la Medalla no fue cosa de este mundo sino ya traído desde el más allá. Una M y sobre ella una Cruz. Sabemos de qué medalla se trata, pues todos la hemos visto. Y en el otro lado la imagen de la Virgen, tal como ella dice que se apareció.
El confesor, incrédulo, se lo contó al obispo, pero el obispo, posiblemente previendo los resultados, ordenó acuñar la medalla. Se pusieron a la venta y desde entonces no han dejado de venderse. De todos los tamaños y de todos los metales. Y con oración diaria.
La tal Catalina Labouré había quedado huérfana de madre a los nueve años y ya a los catorce quería ingresar en las monjas. Visionaria como era, en un sueño, así dicen, se le apareció San Vicente Paul y de develó su futuro: un día serás hija de la Caridad. Tenía entonces 18 años y a los 24 la profecía se hizo realidad. Cuando tocó a las puertas del convento para solicitar ingreso se topó con la fotografía del santo: ¡Ese es!. Y no dijo más, para que no la malinterpretaran. De ahí en adelante, lo que ya hemos anotado, su hoja de servicio.
Pero lo que cuenta es el resultado de aquel 27 de noviembre, cuando la Virgen le encargó la elaboración de la Medalla Milagrosa y el señor Obispo accedió al ruego. Después de su muerte nos enteramos de quién era: una monja simple, dedicada a los trabajos manuales, y con una vida interior que solamente ella, y su confesor, un poco incrédulo, sabía. Es decir, una santa; independientemente de la aparición.