Juan Berchmans, el de La Inmaculada (26 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

He tenido que recurrir a los pintores, sobre todo a Murillo, para procurar enterarme de este tal Juan Berchmans, quien parecía que llevaba en sus fechas de nacimiento, 13 de marzo, y de muerte, 13 de agosto, el estigma de la mala suerte. Y puede que algunos, los creyentes en lo que no debe creerse, achaquen a su cortedad de vida, sólo l22 años, la causa de esas dos fechas: un trece ambas. Pero como a mí no me van esas creencias, y sí las de los pinceles, que son más inspiradas por la divinidad, he acudido a Murillo para poder entender a Juan Berchman, jesuita de por vida, aunque su vida fuera corta. Hemos anotado que sólo vivió veintidós años: desde el 13 de marzo de 1599 hasta el 13 de agosto de 1621.
No hay más datos resaltantes en su vida que este empeño suyo por empeñarse, contra bayo, de que María, la madre de Jesús, fue concebida sin pecado. Es decir, que nos encontramos de plano con el defensor de Murillo, El Greco, Zurbarán, Alonso Cano, Claudio Coello, Portelli y demás. Así es que el gran milagro, para mí, de este jesuita que pasó por la vida con la humildad necesaria para casi no ser percibido, es el de poder extasiarme ahora ante las Inmaculadas milagrosas y eternas de los pinceles de los pintores de mi devoción.
He leído por ahí que este tal Juan no hizo nada llamativo. Y me he puesto a reflexionar lo que entendemos por llamativo, tanto en la vida religiosa como en la vida profana. Y es que, con mucha frecuencia, los pintores nos pasamos: buscamos argumentos para impactar, escandalosos unos, extremadamente píos otros. Es decir, que el milagro está en lo estrambótico, como la noticia, y este joven jesuita estuvo a punto de pasar desapercibido porque en su haber no había gran cosa que llamara la atención. Es decir, que aparentemente no iba para santo. Si acaso, para jesuita ejemplar, a pesar de su escasez de vida. Y, para mí, esto marca ya la diferencia. No es que desprecie a los santos faranduleros, pero me convencen más estos otros que hacen de su cotidianidad el milagro silencioso de vivir como Dios manda. Dicen que hizo solamente lo que tenía que hacer. Y pienso, entonces, que a sus veintidós años de vida, hizo lo suficiente, ni más ni menos.
Cuatro hermanos tuvo. Madre, también, pero por poco tiempo. Y el padre, viudo, siguió los pasos de él y de otros dos hermanos más: la religión. Así es que se trata de una familia con afán de hacer las cosas en silencio, sin alharacas.
Ahora, cada vez que acudo a Murillo para extasiarme ante sus Inmaculadas, que son muchas, todas iguales, y todas diferentes, me deslizo hasta la vida de este joven Jesuita para darle las gracias, pues sin su defensa frontal contra Bayo, el empecinado, no sé si se hubiesen producido todos los milagros pictóricos de los pinceles de mi preferencia.
También por eso, quizá, el trece me parece un número milagroso, fuera de toda duda, de todo mal agüero y de toda suspicacia. Juan Berchmans, santo, jesuita y de corta vida, ha pasado a formar parte de mi santoral, a pesar de que, todavía hoy, por su falta de extravagancia, pase desapercibido para muchos.