Dionisio, el del perdón (25 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Hubo sus más y sus menos entre este tal Dionisio, con toda la sabiduría de Alejandría en su mente, tuvo sus más y sus menos con otro que se las daba de inteligente, y que posiblemente lo era, pero que quería ser más papista que el Papa: un tal Novaciano. Este tal, teólogo, o interpretador de las verdades cristianas, se le había metido en la cabeza no perdonar, así hubiera arrepentimiento de por medio, cuando el pecador había pecado a lo grande. Es decir, que la redención de Cristo no había sido exactamente para todos, sino solamente no tan buenos pero tampoco tan malos. Y lo de siempre, quién para decir lo mejor y lo peor, quien para asegurar el arrepentimiento del que se confesaba confeso. Y le salió al paso Dionisio, teólogo también, graduado en Alejandría, que era el lugar por excelencia para el estudio de la teología, y defendiendo la tesis del Papa San Cornelio, le dijo a Novaciano que no siguiera con esas prédicas, que Dios era misericordioso, no vengativo, que Cristo había muerto por todos, no por unos pocos, que al ladrón Dimas, aunque no lo habían crucificado junto a él por la misma razón sino por ladrón de verdad, lo invitó a estar con él en el mismo reino.
No le entraban en la cabeza estos razonamientos al teólogo Novaciano, quien andaba por Alejandría comandando a un grupo para oponerse al papa de Roma. Llamó Novaciano al obispo Dionisio para que se uniera a su causa, porque el papa de Roma andaba interpretando las enseñanzas de Jesús de manera poco convincente. Pero no, Dionisio dijo que el papa era el sucesor de Pedro, que él no se metía en esas desestabilizaciones porque, lo más importante, lo que el Pontífice predicaba y escribía era la verdad verdadera. Y de puño y letra escribió al rebelde Novaciano y le dijo: “Es necesario estar resuelto a sufrir cualquier otro daño, antes de destruir la unidad de la Iglesia. Hay que estar tan dispuesto a morir a favor de la unidad de la Iglesia, como estaría uno dispuesto a morir por defender la fe”.
Y como Novaciano era hombre de no perdonar pecados, y éste de falta de apoyo a sus pretensiones, por parte de Dionisio, era tan grande, que no se lo perdonó.
Andaban las cosas mal en aquellos tiempos por Antioquia. No solamente los rebeldes cristianos sino también las persecuciones, y a Dionisio le tocó sufrir la de dos: primero la de Decio, luego la de Valeriano: y tuvo que escapar al desierto de Libia. De regreso, no vio claro el ambiente de la ciudad y escribió: “Es más peligroso andar tres cuadras por esta ciudad, que viajar 300 kilómetros por el resto de la nación”. O sea, como si escribiera hoy. Y para remediar las necesidad de quienes no podía dar dos pasos sin tropezar en el ansia de los malhechores, se dedicó, siendo obispo, diecisiete años seguiditos, a intentar poner orden en aquel descalabro. Como cuando llegó la peste: mientras los paganos dejaban a los suyos, muertos, a la intemperie, él se inclinaba ante los moribundos por la calle, los consolaba en lo que podía, y cuando morían, infectados como estaban, les daba sepultura. Lo que llamó la atención de los paganas, pues nunca había visto milagros así: enterrar dignamente a los muertos aún a costa de que se le pegara el mal. No tengo constancia de más milagros.