La Basilica de San Pedro (18 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Si les verdad que todos los caminos conducen a Roma, todas las calles romanas, todos los vericuetos, todos los senderos conducen al Vaticano, que es donde se encuentra la Basílica de San Pedro. Esta es la casa de todos los creyentes católicos, ya se sabe, y por eso no es un templo cualquiera. En ella yace el sepulcro de San Pedro, dicen que crucificado boca a bajo, según propia decisión, y para que su crucifixión no se pareciera a la del Maestro, en ese mismo lugar.
Todos tenemos a la Basílica de San Pedro, la del Vaticano, en el alma; y todos la tenemos a simple vista. Hacia ella dirigimos la mirada, aunque sea a través de la televisión, cada vez que se abre esa ventana en la que aparece el Papa de turno, para instruirnos en algunos cosas que ya sabemos, pero que tendemos a olvidar, o para alertarnos de eso que también sabemos, como la guerra y la paz, pero que no le hacemos mucho caso. Digo por eso que la Basílica de San Pedro, imponente como es, nos cabe dentro, y dentro la llevamos.
170 años tardaron en construirla. Veinte papas inspeccionaron cómo iba subiendo los muros en esa extensión de 15.000 metros cuadrados, que ya es decir. Para más precisiones, la Basílica se estira a lo largo en 212 metros, se amplía en lo lancho en 140 metros, y se alza hacia el cielo hasta 133 metros en la cúpula. Es la mayor del mundo, como tenía que ser. Fue, luego del retorno de los Papas en el destierro de Avignón cuando la Basílica de San Pedro se convirtió en el centro neurálgico de los creyentes. En esta construcción se esforzaron los conocimientos arquitectónicos, pictóricos y escultóricos de Bramante, Rafael, Miguel Ángel y Bernini, cuyo pincel bajó del cielo la gloria para que quedara allí plasmada.
A once kilómetros de El Vaticano surge otra Basílica, no tan suntuosa como ésta, es cierto, pero no de menor calibre: Se trata de la Basílica de San Pablo. También la tradición cuenta que en ese lugar lo martirizaron, cortándole la cabeza. Y cuentan que esa cabeza ensangrentada dio tres saltos, tan consistentes que de cada uno surgió una fuente. Y es así, justamente ahí, corroborando la leyenda, donde están Las Tres fontanas.
Y esto es lo que la Iglesia, en sus festividades, recuerda hoy: las dos Basílicas, los dos martirios, a los dos apóstoles considerados como las piedras angulares, como sus Basílicas, de la cristiandad.
Yo, que soy amante de las catedrales, de todas, y hoy, y casi más, de las ermitas: esos templos un poco a la intemperie, alejados de los caseríos, solitarios, que no todos los días abren sus puertas, que están ahí como por estar, para que un par de veces al año acudamos, en plan de romería, a recordar una aparición o a seguir creyendo en una leyenda. Tienen la ventaja las ermitas que en ella se recoge la fe popular no masiva, sino del entorno, mucho más personal, mucho más anónima. Aunque ahora ya tampoco tanto. Cualquier romería que se precie pasa por el programa de lo turístico y del encuentro. No está mal, si con ello aprendemos que por todos los caminos llegamos al mismo sitio: al lugar en el que la fe se hace canción y alegría.