Margarita, la de Escocia (16 de noviembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

He leído una oración que reza que ojalá todas las esposas de jefes sean tan fervorosas y generosas como esta Margarita, que tiene nombre de flor para ir deshojándola, si, no, si, no y para ver si se acierta con el deseo. Y dice también el rezo que el deseo de esta Margarita, reina, con haberes y con poderes, cumplía diariamente ese deseo, pero no al azar, no por la suerte de la flor desecha de pétalos sino por el siempre sí, sí, sí. Eso dicen, y por qué no creerlo. Porque de lo que se trata de esta mujer, expulsada primero del reino de su padre, Inglaterra, y reina luego del reino de su esposo, Escocia, era dada a remediar a cuanto necesitado se encontraba.
La pintan, por eso, dando de comer a niños que no eran sus hijos, ella, reina como era, acercando la cuchara a la boca de los desnutridos. Era el siglo XI y ya sabemos del trajín de aquellos tiempos: guerras y pestes; las guerras y las pestes de aquellos tiempos, más o menos como las guerras y las pestes de éstos, y como los niños deambulando por las calles en aquellos tiempos y en estos.
Hija de padre rey, huyendo de su reino, cuando Canuto, el de Dinamarca, quiso la Inglaterra para sus caprichos. Las guerras siempre son caprichosas, entonces y ahora, pues solamente responden a los caprichos de quien invade. Así es que, en Escocia, lugar de refugio de Margarita y los suyos, le echó el ojo Malcon III, rey, y se enamoró de ella. Dicen que porque era virtuosa. Yo lo dudo. El rey la miró, le gustó y ya. Luego, muy posiblemente, se encandiló más todavía por esas dotes caritativas que la complementaban. Porque de eso es de lo que se trata a las primeras de cambio: primero le evidente, luego lo que viene. Tenía 24 años, y a esas edades, pues ya se sabe.
Reina de pobres y para pobres, eso sí lo cero. Para serlo no es necesario salir a la calle enjaezada con sus joyas y retornar a palacio casi desnuda, pues dicen que, a veces, ni la capa con la que había salido, volvía con ella. Estos cuentos ya no me parecen tan virtuosos, la verdad, pero que socorriera a los huérfanos sí; que ordenara repartir pan entre los menesterosos, también; que atendiera a quienes la peste quería llevarse por delante, lo creo. Pero andar personalmente dejando sus pertenencias reales en casas de usureros para remediar a quienes le imploraban limosna, no me parece. Los santos hacen las cosas a su estilo, es cierto, pero no suelen ser estrambóticos. Sí era desprendida, eso sí.
Y ahora la oración con la que a ella imploran, reza que ojalá las esposas de los jefes sean tan fervorosas y generosas como esta Margarita. Pues ojalá, y que la santa nos eche una mano, porque no es lo que parece, sobre todo a la hora de desprenderse de sus prendas. Más bien su oración son las pasarelas donde se publicitan las nuevas modas, más bien son las mesas bien puestas no para alimentarse en demasía sino para lucir lo que se lleva puesto; más bien para continuar deshojando la margarita para acceder a ese supuesto azar ya seleccionado.
Aquel era el siglo XI y también las esposas de los jefes se comportaban como ahora se comportan las de nuestro tiempo. Quizá por eso sorprendió a sus súbditos aquella margarita y quizá por lo mismo nos sigue sorprendiendo. Y está en los altares que las esposas de los jefes no suelen alcanzar.