Lucia, la de los ojos bellos (13 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Y eran tan bonitos los ojos, tan azules eran, tan de mirada clara, tan para reflejar todas las verdades que no había quien en ellos no quisiera mirarse. No eran ojos de inocencia sino de verdad, que es donde la inocencia mejor prospera. No eran ojos para exponerlos a la venta sino para fijarse en ellos por lo que valen, por lo que ven y por lo que traslucen. Y dicen que los ojos de lucía, muchacha romana de finales del siglo III eran el encandilamiento de cuanto transeúnte se topaban. Así es que se trataba de ojos prometedores. Y dicen que su madre, que desea para su hija un futuro halagüeño, también se fijó en los ojos de la muchacha, pero se fijó, además, en la mirada de los ojos del joven que la pretendía. Y no le disgustaron a la madre los ojos de aquel joven, aunque posiblemente le gustaran más los haberes. Por eso la madre, tomando el rostro de Lucía entre sus manos, afincando su mirada en la de ella, le dijo: con esos ojos te casarás como Dios manda.
No se casó Lucía porque chantajeó a su madre. Así es que nos encontramos ante el capítulo central de cualquier telenovela de amor que se precie. La muchacha no quería al muchacho pero para no disgustar a la madre, le propuso un trato:
- De acuerdo, me casaré con él, pero sólo si acudes conmigo ante la tumba de Santa Águeda para que te cures. Si te curas, me dejas en libertad para no casarme.
Dicho y hecho. Muy maltratada andaba la madre, y con muchas ganas de recuperar la salud. Y creyó la señora que la propuesta de la hija era solamente un truco para acercarse ante la tumba de Santa Águeda. ¿Cómo iba a curarse si su mal no tenía cura? Precisamente por eso quería ella dejar a la muchacha en buenas manos, pues su salud ya no daba para mucho. Así es que, de acuerdo. Vamos a donde la santa. Y si me curo, pues nada, haces lo que quieras; pero si no hay milagro, pues lo que pretendes es un milagro imposible, te casas. Y eso, dicho y hecho. Y se produjo el milagro. Y la muchacha no sé casó. Tampoco cuenta la tradición cuánto tiempo duró la salud de la madre.
A quien no le pareció bien la apuesta fue al joven prometido. Y, como enamorado rechazado, actuó en consecuencia. Si no quieres casarte conmigo, ya verás lo que te espera.
Y lo que le esperó fue la acusación ante las autoridades.
- Es cristiana. Debe ser juzgada por ese delito.
La juzgaron. Solamente encontraron en ella esa culpa, el ser cristiana; y la muchacha confesó.
- Pero, vamos a ver, criatura, ¿por qué te empeñas en morir? –la aconsejó el juez.- Si no dejas esa tontería de creencia vas a pasarlo muy mal. Para que aprendas, como primer escarmiento, te condeno a pasar unos días en una casa de prostitución.
Y dicen que dijo:
- No es el cuerpo lo que se prostituye sino el espíritu.
O sea, que no pudieron con ella. Y la sentencia vino de inmediato. Condenada a muerte por decapitación. Y rodó su cabeza. Y dicen que, una vez la cabeza por los suelos, le sacaron los ojos, pues el prometido defraudado quería vengarse hasta ahí. Y este es el cuento que Zurbarán recoge en su cuadro: la santa, Lucía, con la palma de martirio en una mano, con una guirnalda de rosas en la cabellera y con una bandeja de plata en la que reposan esos dos ojos que tanto habían prometido cuando en ellos se extasiaban todas las miradas.