Paulo, Fidel y Masona, los Obispos (11 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Si alguien quiere respirar aire puro romano, des que al emperador Augusto se le ocurrió, el año 25 antes de Cristo, fundar a la ciudad de Mérida, que acuda a ella. Mérida es romana por los cuatro costados. Por Mérida todavía cabalgan las huestes del Imperio. Por el arco de Trajano todavía, al traspasarlo, se siente el peso del poderío que venía desde Roma. Aunque ahora en ruinas, muchas escenificaciones se representaron en su teatro, al aire libre, como era costumbre, y muchos pasos, a pie o a montura, durante siglos, se afanaron por ese puente construido por el Imperio, que es el mayor puente romano de toda la Península. Y no nos adentremos en el Anfiteatro, o en el Templo de Diana, o en el Acueducto, o en el Foro. Mérida es romana por todos los costados, y siempre lo será. Y al pasear por las calles de esta extremeña ciudad milenaria uno se asombra ante la valentía de aquella muchacha de 12 años, Eulalia, cuando se cuadró ante Daciano para decirle que ya estaba bien de aquel decreto del Emperador contra los cristianos. Quiere esto decir que Mérida comenzó a dejar de ser romana, posiblemente no por el capricho de esta criatura, pero sí porque los imperios, todos, terminan cediendo, aunque la honradez de sus piedras intente persistir para constancia de la historia, como debe ser.
Mérida romana. Luego visigoda. Y cristiana a ultranza después. Los causantes de esta raigambre cristiana de Mérida son tres obispos, uno detrás de otro, Paulo, Fidel y Masona, prácticamente todo el siglo sexto entre los tres, desde el 530 hasta el 605.
Tres obispos empeñados en una sola cosa: en hacer de la pagana Mérida la Mérida cristiana. Y lo lograron. Tres obispos que se dedicaron a esta trasformación, a este milagro, pues los tres, además de acudir al monasterio de Santa Eulalia, acudieron a su perseverancia para que la sangre de la muchacha borrara el edicto del emperador. Tres obispos con poco historial de milagros, pero con mucha perseverancia en hacer de Mérida una ciudad cristiana tan importante como había sido la Mérida de los emperadores.
Así es que este siglo VI merideño es el siglo de los obispos santos que se asentaron en el imperio para dar consistencia a una fe que el mismo imperio se había empeñado en exterminar. Y no por las buenas sino por las malas. Ahí Eulalia, mártir. Ahí el circo, el anfiteatro, los templos, los puentes para las cabalgaduras. Ahí lo que se pensaba nunca fenecería, porque era imperial y eterno como sus dioses. Pero no, Eulalia había exigido la derogación del Decreto de Diocleciano, a los 12 años, lo cual le costó la brillantez de su abundante cabellera, con todo su cuerpo quemado.
Tres obispos, un siglo. Paulo, Fidel, Masona. Aunque cuando llegamos a Mérida todavía nos extasiamos ante la dureza imperecedera de la piedra romana, no puede pasar desapercibido este siglo VI con tres obispos seguidos que, sin mucha bulla, sin milagro resonante, fueron reforzando, piedra a piedra, paso a paso, bautismo a bautismo, conversión a conversión, a todos los que todavía tenían reservas. Por eso me gusta Mérida, porque tiene un encanto especial, un encanto de civilizaciones y creencias que, todavía hoy, se sustentas unas en las otras. La cristiana, gracias a estos tres obispos.