Eulalia, la respondona (10 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No sé que le daban de comer a estos niños españoles de aquellos primeros siglos, tres, cuatro, que salieron respondones. Al parecer se trató de una generación de criaturas con la sangre revuelta. Posiblemente no tiraran piedras a las farolas, como hacía yo y mis amigos pueblerinos a esas edades, entre otras cosas porque en aquellos siglos no había farolas; quizá tampoco lanzaran piedras a las ventanas sin más intención que la de asustar a la muchacha que se escondía dentro y que, de vez en cuando, salía al balcón para sacarnos la lengua, como una especie de triunfo porque nuestros tirachinas no habían acertado con ella. Pero eso de alzar la voz contra el alcalde, contra el cura, contra el boticario, contra el maestro, no: eran palabras mayores y hasta ahí no llegaba nuestra rebeldía de cortos años.
Pero estos muchachos españoles de los primeros siglos del cristianismo salieron con arrestos en la voz y con desobediencias al poder. Recuerdo a Justo y Pastor, los dos chavales de Alcalá, los cuales, al salir un día del colegio, se encaminaron hasta la casa del gobernador, solicitaron permiso para una entrevista, no se lo concedieron, y gritaron que ellos eran cristianos y que el gobernador no podía seguir mandando a cristianos al circo pues no había más que un Dios. Y ese desacato a la autoridad les costó la vida.
Sí esta Eulalia, la de Mérida, que por esos tiempos también andaba otra Eulalia por Cataluña, por Barcelona, haciendo de las suyas para acabar martirizada. Este Eulalia, la de hoy, merideña, doce años, es otra de las muchachas que se las traía. De nada le valió con que en casa le dijeran, ten cuidado con lo que dices, mira que hay un decreto y, aunque no lo practiquemos, al menos no lo desafiemos. De nada valió. La joven, doce años, con rostro de adolescente y belleza que iba transitando de la pubertad a la juventud, acudió ante el gobernador, Daciano para más señas, y le dijo: “El decreto de Diocleciano, para exterminar a los cristianos, es injusto”. ¿Qué iba a hacer Daciano más que sonreír ante el atrevimiento de aquella zagala? Y dijo a los alguaciles: El remedio para estas criaturas revoltosas son los regalitos, y si se trata de muchacha que empieza a ser mujer, pues regalitos de ropa.
Pero, qué va, Eulalio que no, que el decreto era injusto y que no había más Dios que el de los cristianos. Pues, ante el desparpajo de la muchacha, las torturas. ¡A ver si aprende! Dicen que atormentaron sus carnes con varillas de hierro, pero nada. Dicen que sobre las heridas colocaron teas encendidas, pero nada. Dicen que prendieron fuero a su cabellera, que es lo más preciado para una muchacha a esas edades, pero nada. El decreto seguía siendo injusto. Y murió. Quemada. Ahogada por el humo. Y cuando murió, los presentes, cristianos y no cristianos, concluyeron que el decreto era injusto.
¿Qué tenían los muchachos españoles en aquellos primeros siglos que no respetaban las normas, así el castigo fuera la muerte? Porque los muchachos, en todas las épocas, respiran por las mismas heridas, desean las mismas libertades para vivir, y continúan lanzando piedras a farolas, existentes o no. Pero estos de la primera época, Justo, Pastor, Eulalia de Mérida, que un día, con doce años floridos y cabellera desbordante, se atrevió a ponerse en jarras ante las narices de Daciano para decirle: El decreto del emperador es injusto. ¿Qué tenían estas criaturas? Algunos dicen que fe infantil. Yo creo que algo más