La Inmaculada (8 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No quiero ponerme sentimental, pero es que a mí la Inmaculada no me sobra. Sin la existencia de la Inmaculada se desmorona no solamente mi niñez sino toda mi devoción posterior, que no quiero decir mi creencia. Cosa bien distinta es. Y voy a decirlo: para mi la Inmaculada no es un dogma, ni me hace falta: es mucho más; es un aferrarme por encima de la lógica, una vez que he llegado a la conclusión de que muchas lógicas son incomprensibles, por muy a mano que uno las tenga, muy bien que resulten las cuentas en la maquinita. Hay, por ejemplo, muertes intempestivas que no aparecen en la lógica de la lógica, y mucho menos en los sentimientos, y que uno quisiera borrar definitivamente. Pero están ahí, y ya está. Estoy refiriéndome a la desaparición física de mi hija, Selene, veintitrés años, y seis meses exactamente viéndola en mi cielo, en ese al que todas las noches me impulsa a elevar la mirada porque, para suerte de mi creencia, Selene se llama, es decir, luna. Por eso, lo de la inmaculada es otra cosa, como la muerte de mi hija.
Y es que no concibo la vida, mi vida, aún la cultural, pero sobre todo la pictórica, sin la Inmaculada. Aunque solamente fuera por esto, ya era suficiente. Pues si no podemos explicarnos la lógica de la concepción inmaculada, por ser milagrosa, tampoco podemos entender la lógica de los pinceles, que han sido milagrosos siempre y continúan siéndolo.
Pero es que, además, si me olvidara de la Inmaculada y de su realidad vital tendría que dejar de lado a mi madre, a mis abuelas, y eso no. Eso es superior, inclusive, a todas las creencias.
Conservo en mi archivo personal las fotos de casi todos los pintores, que mira que ya son, que se han atrevido a plasmar ese misterio de la Virgen, casi siempre en el momento de la ascensión. El atrevimiento de Murillo es un atrevimiento sagrado, pues pintó a la Inmaculada tantas cuantas veces lo necesitó, siempre la misma, pero siempre con milagro diferente. Y digo otro tanto de Zurbarán. Y no digamos El Greco, que es un pincel que no ha sabido deshacerse del milagro de lo sagrado para dejarnos constancia.
Pío IX proclamó el dogma, es decir, rubricó oficialmente una tradición de siglos, una conciencia colectiva. Y el 8 de diciembre es ese día en el que la Virgen se nos muestra tan inmaculada como cualquier día, pero es el día en el que nos acercamos a ella para dejar constancia de que la creencia avanza siempre hacia la eternidad.
Así es que creo en la Inmaculada porque creo en mi historia personal, creo en mi niñez, creo en los rezos de mi abuela y creo en todas las ermitas sembradas por todos los caminos proclamando todas ellas a una Inmaculada de pueblo, como por ejemplo, la Virgen de Fátima, que es la que impera por mi terruño, por su cercanía a Cova de Iría. Esa Virgencita portuguesa es una versión más de la única inmaculada posible, como lo son igualmente todas las Vírgenes ante las que nos postramos en las cercanías de nuestras creencias.
Así es que ya está dicho. Lo dijera o no oficialmente el Papa Pío IX la realidad de la Inmaculada ahí está, y no hay quien lo desdiga. Y sálvenos la Inmaculada en caer en la trampa de comenzar a explicar con la lógica aquello que no hay lógica que pueda explicarlo.