Ambrosio, el respetado (7 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Muy bueno tenía que ser este Ambrosio como funcionario público. Pudiera pensarse que llegó a Gobernador de Millán, por las influencias de su padre, quien era Prefecto de las Galias, pero no. Dicen que el puesto se lo ganó a pulso, pues era del dominio común su preparación intelectual, moral, artística y religiosa. Uno de esos personajes que andan por la calle y ante quienes los transeúntes se inclinan. Uno de esos individuos que infunden respeto, admiración y aplauso. Eso debió de ser este tal Ambrosio, que seguía los pasos de su padre en la vida política, pero que la voz popular le cambió el camino.
Ya era gobernador de Millán cuando la ciudad se quedó sin obispos. Y había dos bandos, porque en aquella época, posiblemente como en todas, unos van con un candidato y otros con el opositor. Cosas no solamente de la política sino también de la propaganda. Y, en casos así, los ánimos se exaltan, las amenazas crecen, las calles de las ciudades se convierten en insultos para unos y en aplausos para otros. Los candidatos, a la vez que tratan de demostrar que cada cual es el mejor, los opositores tratan lo contrario: que el único bueno es el de ellos.
Muy alterada andaba la vida de los milaneses por esta causa. Y podían llegar las revueltas. De ahí que el gobernador, Ambrosio, se acercó a la catedral, donde vociferaban ambos bandos, y les exhortó a la prudencia, a la razón, y a dejar de lado la violencia, tanto la verbal como la física. Y hete ahí que una voz retumbó en la catedral, y dijo:
- ¡Queremos por obispo al gobernador Ambrosio!
Dicho y hecho. No hubo más discusiones. Los bandos en lid aplaudieron, y el grito unánime proclamó al nuevo obispo: ¡Ambrosio, el gobernador! Ni siquiera era sacerdote, pero no importaba. De eso se encargarían las leyes eclesiásticas. Como, efectivamente, se encargaron. Fue ordenado sacerdote.
Por eso digo que algo tenía este Ambrosio, como luego lo demostró. El pincel de Valdés Leal anduvo hurgando en su vida y nos ha dejado, en bellísimos cuadros su temple, su dignidad, su decisión, su coraje. Se llevaba bien con todos, hasta con los Emperadores. Y éstos, conscientes de la autoridad del Obispo, cedían ante sus reclamos. Me gusta muchísimo eso que se cuenta que dijo, cuando el Emperador intentó inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos: “Díganle al Emperador que el Emperador está en la Iglesia, pero no sobre la Iglesia”. Valga decir que, en aquellos tiempos, no resultaba fácil lidiar con los Emperadores. Posiblemente en ningún tiempo, tampoco ahora, lo es.
Hombre recio, hombre de altura, hombre intelectual, artista, escritor, hasta músico. Dicen que enseñaba canciones a sus feligreses. Cuando uno lo ve captado por el pincel de Valdés Leal no acierta más que a pensar en la dignidad, en lo ceremonioso, en lo ritual. Era un obispo con prestancia. El pincel lo captó perdonando, revestido de obispo, al Emperador, postrado ante él, lo capto igualmente sumiso, cuando no nombraron gobernador de Milán, y lo captó durante la última comunión, revestido con la dignidad cercana de la muerte. Es decir, todo un obispo, todo un gobernador, que sabía cuándo debía ceder y perdonar y cuando, perdonando, no era posible ceder.