Sabas, el anacoreta (5 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No sé por qué me hechizan tanto estos hombres, los anacoretas. Parecieran alejados, y no, resultan tremendamente atractivos. Para algunos de mis amigos, personajes de las cavernas. A mi, no. Me parecen hombres de mi entorno, cercanos a mi lugar de origen, caminando por esos riscos camino del Duero, por esas arribes por las que se asciende y desciende a duras penas. Bueno, antes, cuando subíamos y bajábamos a fuerza de pierna, no ahora que ya la carretera manda. Por aquellos lugares hubo un convento solitario, al que todavía llamamos hoy La Verde, convertido, por obra y gracia de la necesidad, en hotel. Yo lo conocí semi derruido, cuando todavía sobre algunos de los dinteles de las celdas aparecía el nombre del santo: San Benito, San Antonio, y así. No sabía yo en aquella época de qué iba la cosa. Ahora lo sé. Y muy cerca del Convento, casi a la entrada, la ermita. Santa Marina. Tiene su historia que es muy bonita, que es historia medieval y que he intentado recrear en una novela. Por esos lugares escarpados, camino del río, anduvo la santa escondiéndose de sus perseguidores, sin que los frailes monacales llegaran a tiempo. Pero esa es otra historia.
Lo cuento porque de ahí, creo, viene mi admiración por estos personajes alejados, solitarios y arropados solamente en su soledad y en lo que les da la huerta para comer, alimentándose de privaciones y de penitencias. Cada cual tiene una historia secreta, y eso también es lo que fascina. Y es preferible que no la sepamos, es mejor o que la imaginemos o que la inventemos. Por eso en muchas ocasiones he intentado crear a los anacoretas, recreándolos.
Este San Sebas, es uno de ellos. Fue monje, pero parecía campesino. Vestía desarrapado, como corresponde a todo anacoreta que se precie. Así me lo pintan, aunque posiblemente no sea cierto, pues Sebas venía de casa de comandante de los ejércitos turcos, allá a finales del siglo cuarto y principios del quinto.
Se escapó de la educación formal por culpa de dos de sus tíos, a quienes lo habían encomendado su padre para que cuidaran de su educación, mientras él andaba en batallas. No es que los tíos no quisiera al muchacho, pero querían más a la herencia. Hasta que se dio cuenta, se molestó y se marchó a un monasterio. Y así comienza su vida de monasterio en monasterio, pues terminó fundando varios con los dineros de su propia herencia. Así es que los tíos se quedaron a dos velas.
¿Qué más hay que decir de un monje tipo anacoreta? Lo que ya sabemos: penitencias, privaciones, oración y trabajo. Porque, eso sí, los anacoretas trabajan el huerto, como aquellos monjes de el convento La Verde. Pero, además, se empeñó en fabricar canastos de mimbre que luego dejaba en el monasterio para que los vendieran sus compañeros mientras él se recogía nuevamente en la soledad de una cueva cercana.
Dicen que lo suyo fue siempre la escasez de agua. En una ocasión casi muere por deshidratación. No se sabe si fue milagro que al lado apareciera una maceta con agua. Y en otra ocasión solamente halló manantial una vez que el empeño del burro, con el hocico, le hizo escarbar en la tierra hasta que brotó el agua.
Todos los que lo conocieron por santo lo tenían, y fue amigo de varios santos. Pero aunque estaba alejado de las personas, no las olvidaba, y menos a aquellas que necesitaban de una mano. Y es que lo que le quedó de la herencia, que no fue poca, mandó construir hospitales. Todo un anacoreta.