Juan Damasceno, el de las imagenes (4 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Ya no me gustó mucho cuando llegó la fiebre aquella de limpiar las paredes de las iglesias de las perennes iglesias que las albergaban. Me pareció que los templos quedaban vacíos, como si una peste los hubiera dejado a la intemperie, desnudos, indefensos. Me pareció también, a falta de otros razonamientos teológicos, que todos comenzábamos a convertirnos al protestantismo, que las catedrales, los templos, las ermitas, los santuarios habían sido más que lo que habían sido, museos. Y eso, la verdad, no cabía en mis entendederas, pues la iglesia de mi pueblo nunca fue museo pero sí refugio de unas cuantas oraciones, unas para un santo, otras para otro, unas para un cristo, otras para una dolorosa, según el antojo del devoto. ¿Por qué, entonces, desprendernos de la noche a la mañana sin nuestros lugares de acogida, de nuestros altares ante los que arrodillarnos, de nuestras oraciones sin la presencia de la imagen para pronunciarlas? Luego ya entendí un poco más, y supe que este tal Juan Damasceno, andaba metido en esta historia. Porque este empleado del Califa de Damasco, allá por el siglo VIII, cuando las cosas religiosas cristianas todavía no andaban muy claras, este funcionario que llegó a ser Ministro de Hacienda, con todo lo que eso significa, tuvo la osadía, una vez convertido al cristianismo, de defender el culto a las imágenes, a como diera lugar. Porque el emperador de Constantinopla, en aquellos tiempos cuando los Emperadores también se metían en estos asuntos, adoctrinó a las gentes que esos de adorar a las imágenes no era correcto.
Lo cual, a decir verdad, cierto es. Para adorar, solamente a Dios. Pero no para, bajo la excusa de la adoración, exterminar a las imágenes de los santos, de la Virgen, de las personas virtuosas. Y aquí es donde puntualizó, contra el dictamen del Emperador, Juan el de Damasco: Cierto, adorar a las imágenes, no, pero venerarlas sí, que cosa bien distinta es. Ciertamente, la estatua, por ejemplo, es una imagen, no una realidad, no una identificación; es simple y llanamente una representación. Por eso a mi siempre se me antojó que nuestros templos, con todos sus altares, con todas sus cruces, con todos sus santos, cuantos más variados mejor, con todas sus Vírgenes con sus respectivos títulos, eran una especie de catecismos para los que no sabían leer; inclusive, también para los que sabíamos.
Aparte de que luego de ser Ministro de Hacienda se inclinó por el monasterio, aparte de que se dedicó a vulgarizar los escritos hasta entonces al alcance de muy pocos, convirtiéndolos muchos de ellos en versos, para su mejor digestión y para que se quedaran pegados a la memoria, aparte de su dedicación a tiempo completo a predicar esa fe que ya iba teniendo detractores intelectuales, para mí este es el Santo de las procesiones.
Porque no entiendo la fe de mis paisanos sin la procesión del día de San Lorenzo, con la imagen paseando por las calles, o sin la procesión de la fiesta de Las Candelas, tan vestida de fiesta la Virgen y tan vestidas de fiestas las mozas acompañantes, sin las procesiones del Viernes santo, cuando todos los mantos de las procesiones se visten de luto y lloran.
Y si vamos a más, qué hubiese sido del pincel de El Greco, o de Murillo, o de Zurbarán si hubiese prosperado aquella propuesta de que nada de imágenes, de que para qué las imágenes, bien en estatua, bien en lienzo. Para venerar a las imágenes no se necesita más que mirar a sus ojos para comprobar que Juan, este de Damasco, siglo VIII, tenía razón.