Javier, el misionero (3 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Casi desde que tengo uso de razón se de las andanzas de este navarro, jesuita para más señas, aunque muchos no lo sepan. Andaba yo en aquellos años buscando caminos y se presentó en el mío un misionero, que no era precisamente jesuita sino de la competencia, es decir, dominico, y me metió en la cabeza historia de la China y de otros lugares. Eran cuentos piadosos, es verdad, pero dolorosos también, pues por aquellos días los misioneros dominicos que andaban por los caminos de la gran China no las tenían todas consigo. Hasta que un día me topé con un misionero de verdad, de los que habían surcado el mar y ahora estaban de vuelta. Para más señas, había llegado a obispo y guardo en mi mente la dignidad grandiosa, porque era muy grande, de su barba blanquísima, porque era muy blanca. Todo en él era de una blancura asombrosa, pues el hábito dominico, como se sabe, es blanco a rabiar. Por eso, desde entonces, yo aproximadamente doce, trece años, identifiqué al misionero con toda la blancura posible, y cuando les llegaba la hora de las torturas, identificaba el rojo de la sangre deslumbrando sobre aquella tela rabiosamente blanca del hábito.
Mi vocación no dio fruto, no es éste el momento de confesar cuándo el riego se agotó. Pero sí ha quedado en mi, para siempre grabada, la imagen del misionero, en carne y hueso, no en estampa, no en cuento. Ha muchos he conocido, dominicos todos ellos, pero es igual. Cuando me enteré de que Francisco Javier era jesuita, ya me daba lo mismo: era misionero y con eso más que suficiente.
Pues sí, misionero del Oriente, misionero de la India, de la China, de todos esos caminos lejanos y entonces paganos, este joven de Navarra, descendiente de prosapia ilustre, con castillo incluido. Qué espectáculo contemplar una noche el Castillo de Javier, completamente iluminado, completamente espiritualizado por esas ráfagas de luz que hacen estallar a las piedras.
Un día Francisco se encontró, en París, con Ignacio, vasco de pura cepa, quiero decir, San Ignacio el de Loyola, y se hicieron amigos. Tan amigos se hicieron que se dieron la mano y ya no la soltaron. Javier, el navarrico, escribió: “Encontrar a un buen amigo es como encontrar a un buen tesoro”. El sabe por qué lo dijo.
Y de ahí en adelante, Francisco Javier, jesuita ya, se hizo a la mar hacia el Oriente para evangelizar a aquellas gentes. Dicen que recorrió todos los caminos orientales en su empeño. Y tanto se empeñó, que dicen que no sé explican que fuerza tenía en aquellos pies. Posiblemente quien lo dice es porque no se ha aventurado por los caminos de Navarra que tantos pasos han resistido.
Aunque se cuentan muchas historias de él, yo me quedo simplemente con ésta: su empeño en ser misionero, porque se trata de una historia milagrosa que yo no alcancé. En Goa, donde los portugueses comerciaban en aquellos tiempos, tuvo que comenzar evangelizando a los portugueses, no tanto por incrédulos cuanto por comerciantes inescrupulosos. Así es que en esto también Francisco Javier enseñó a misionar.
Sólo 46 años le bastaron para que todos lo reconozcamos como el gran misionero, patrono de todos los misioneros, incluidos los dominicos, vestidos de blanco y con barbas venerables.