Santa Agueda o la cosmética de los senos (5 de febrero)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

La verdad es que a Santa Águeda siempre la vi en el espejo de mi tía, Águeda también, y patrocinadora de mi niñez. Mi tía, mujer de pueblo, mujer de toquilla sobre los hombros, mujer de haces de leña acarreándola desde el campo, mujer de pañuelo a la cabeza, mujer de temple castellano y mujer de su casa fue la fotografía que atesoré de Santa Águeda. A  casa de mi tía iba diariamente porque mi primo era de mi edad y a esas edades y en esas casas se podían tramar cantidad de fantasías. Por eso para mí Santa Águeda era mi tía sin saber entonces absolutamente nada de cómo era Santa Águeda. Si lo hubiese sabido posiblemente el espejo hubiese sido otro.

     Mi tía fue mujer válida en su tiempo y en su entorno, pero esta santa se me antoja que no encaja con lo de hoy, o que sí, depende como se mire, porque aunque el tiempo de mi tía, y el mío, ha transcurrido veloz, el de Santa Águeda pareciera no haber prosperado.

     Es el caso que Águeda, la santa, italiana de la región de Catania, era de procedencia distinguida y de distinguida belleza, y semejantes dotes en una mujer, y en cualesquiera de los tiempos, siempre han sido sumamente tentadoras. Y prendado quedó de ella un tal Quintianus, senador, ¡qué cosas!, amparado por las licencias que le permitía el emperador Decio, convertido en persecutor de cristianos. Cristiana la muchacha, el senador vio la puerta abierta para sus pretensiones: poseer su belleza bajo los halagos y la gracia de la salvación persecutoria. Una estafa como otra cualquiera. Una repetición de la historia con muy escasas variantes. Un acaparamiento de lo que sea bajo el argumento de la fuerza. Una artimaña para convertir a la muchacha en aquello que a otras no era menester convertir: sacarle provecho al cuerpo.

     Y como la muchacha dijo no, el senador dijo: Vamos a ver quién gana este tira y afloja. Por Catania hay una mujer que se las sabe todas, que educa a las muchachas para el comercio del cuerpo y que tiene una casa escuela para esos menesteres. Y a las artes de  Afrodisia la encomendó. No prosperaron las lecciones. Águeda se empeñó en que lo suyo no estaba en venta ni para el senador ni para el comerciante ni para el hambriento desafortunado.

-         ¡No hay nada que hacer con esta tía! – informó Afrodisia al senador. Y el senador contestó:

-         Ya veremos.

    Ordenó que le cortaran un seno. Y se lo cortaron. Pero Águeda, nada. Mi tía hubiese hecho otro tanto. Mi tía hubiese respondido igual:

-         ¿No te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?.

     Pues a eso iba, a lo del seno, a lo de las mutilaciones femeninas, a lo de las agresiones domésticas, a lo de las revistas del corazón, a lo de los tatuajes, a lo de las operaciones cosméticas, a lo de la trata de blancas, o negras, o amarillas, a lo que sea.

     Águeda, natural del siglo III, terminó quemada sobre brasas; mi tía, del siglo XX, terminó mordida por un cáncer. Las dos están en el mismo cielo y a las dos rezo contemplándolas en el mismo espejo.

.