Canisio, el del catecismo (21 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Llegaba a lomos de una cabalgadura, o simplemente a pie, y decían:
- Miren, llega el can.
Llegaba a la plaza del pueblo, de la ciudad, se empinaba y comenzaba a predicar:
- Miren, ladra el can.
Así decían y se mofaban de él. Eran los protestantes alemanes del siglo XVI, que quería destrozarlo con risotadas. Pero este jesuita alemán, de los primeros jesuitas, no era hombre de bajar la cabeza. Dicen, inclusive, que era hombre de prontos, gran discutidor, argumentador, pues su condición de abogado, a instancias de su padre, antes de que se decidiera por los jesuitas, le había impreso ese carácter. Los protestantes querían atajarlo con chistes de mal gusto, con descalificaciones, pero él acudía a sus argumentos, a esa voz que se dejaba escuchar, a esa atención que en su predicación ponían fieles e infieles.
Cuentan también que discurrió, a lomos de mula o a pie, más de quince mil kilómetros por todos los caminos de Alemania predicando. Y en todas partes la misma cantinela protestante: ahí viene el can. Lo apellidaban el can por su apellido, Canisio. Pero su nombre era Pedro, roca, consistencia, aguantador de temporales, expuesto a las intemperies. Vamos, un caminante dispuesto a todos los vaivenes.
Predicador de palabra pero, sobre todo, de la escritura. Consciente de que el lenguaje teológico no les apto para todos los oídos, sobre todo en aquello que toca a las verdades en las que la fe se asienta, inventó el catecismo, es decir, la traducción, resumida, del argumento teológico, del principio fundamental, al lenguaje del pueblo.
Todos los jesuitas, teólogos de por sí, hombres de cátedra y de púlpito, terminan redactando en lenguaje sencillo los principios. Y ahí están, en esto de los catecismos, los tres pilares: Canisio, Astete y Belarmino. Lo del catecismo Astete nos toca muy de cerca, pero el que, o los que, porque fueron dos, diseñó Canisio, fueron de gran alcance. Todavía él en vida sus dos libritos fueron traducidos a veinticuatro idiomas. Es decir, todo el mundo comenzó a hablar de la fe bajo la redacción sencilla de este jesuita, predicador y escritor.
Porque mucho trabajo le dio a su pluma. Mucho se empeñó en divulgar el libro sencillo. Y varias editoriales católicas gozaron del empuje de su auspicio, pues hay que decir que la enorme fortuna que le dejó su padre, el alcalde, la dividió en dos: una parte para socorrer a los más necesitados y la otra para obras de caridad colectivas, es decir, para impulsar divulgaciones como éstas de los libros al alcance de todos.
Quizá sea por mi condición de escritor por lo que me gustan estos santos que, además de sus oraciones programadas, se empeñan en la escritura, en los libros para alimentar a los hambrientos de espíritu. Me gustan estos santos a quienes no se les conoce por milagros popularizados pero que han popularizado el gran milagro de leer. Me gustan estos santos que utilizan como arma la palabra y la pluma. Y si hay que decirlo de una vez, lo diré: me gustan estos santos modernos, milagreros a su manera, que han entendido que los medios masivos de comunicación, pongo por caso emisoras vía Internet, son la mejor divulgación entendible para todos los públicos.