Nemesio, el del montón (19 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Vivía como usted, como yo, dedicado a lo suyo, saludando por las mañanas, camino del trabajo, saludando por las tardes, de regreso. Vivía en una casa como la suya, como la mía, donde no había todo pero que tampoco faltaba. Vivía de un sueldo, y vivir de un sueldo, ya se sabe, a veces llega, a veces no. Como este tal Nemesio era un tipo del común, con edad suficiente para formar familia, pues no es de extrañar que tuviera familia, mujer, y posiblemente algún muchacho, no muchos, porque la edad tampoco le daba para muchos. Y, al igual que él, su familia normal. La mujer a sus labores y el muchachito a su escuela. Es decir, que pudo haber pasado a mejor gloria sin ninguna gloria, como pasaremos la mayoría. A veces sospecho que es la mejor forma de pasar a mejor gloria.
No tengo amigo alguno que se llame Nemesio, pero la mayoría de los que conmigo transitan son como él, se llamen como se llamen: hombres y mujeres de a pie, a los que solamente les cabe el calificativo de buenos, que es el mejor de los calificativos.
Y eso es lo que decían las gentes de Nemesio: un tío bueno, un hombre cabal, un personaje a quien le gustaba ayudar, sonreír, dar la mano, tomarse unos tragos, contar chistes, preguntar por los hijos, interesarse. ¿Cómo está usted, doña María? ¿Cómo andan los quebrantos? Pues ya ves, Nemesio, ajustando los pies para dar los pasos. ¡Qué más hijo!. Pues nada, doña María, que no hay más que eso, afincar los pies.
Así Nemesio. Hasta que un día el envidioso de turno, el que no saluda, el que no ayuda, el que no se interesa por la señora María, el que protesta por la luz del semáforo, el que busca pleito en el bar, el que siempre paga tarde, es decir, el vecino que no es como el resto de los vecinos, y que precisamente por eso envidia, comenzó a proclamar que no, que Nemesio se vestía con piel de oveja, pero que llevaba dientes de lobo. Y divulgó las mentiras que siempre se divulgan. Y lo llevó a tribunales. ¿Qué lo llevó a tribunales?, se asombraron, porque no daban crédito. Y sí, lo llevó ante los jueces. Pero los jueces no hallaron en él falta, ni leve siquiera. Así es que el juez le dijo: Vamos, Nemesio, a comportarse bien. Y no quiero volver a verlo por aquí.
Pero volvió a verlo, bajo una nueva acusación. Señor juez, puede que Nemesio no sea tan malo, pero es cristiano, y señor juez, y eso está prohibido. Y ahí el juez ya torció el ceño, pues qué juez contradice la orden del que manda, del decreto.
Así que eres cristiano, Nemesio. Pues sí, señor juez. ¿Es delito? Claro que lo es: está prohibido por el Emperador. Pues sí, señor juez, soy cristiano. ¿Y no te arrepientes? Pues no, señor juez, para qué. Para que no tenga que ordenar que te maten. Yo acato la orden, señor juez, ¡que más me queda!
No ordenó que lo ejecutaran pero sí que le propinaran unos cuantos latigazos, para que se enmendara. Pero no se enmendó, porque el rostro de los vecinos, la mirada tranquila, le decían que no, que no jurara en falso, que esa no había sido su tónica. Y Nemesio siguió en sus trece y le dijo al juez: señor juez, no puedo decir mentira, no puedo decir lo que no soy.
Pues allá tú, tengo que obedecer órdenes y no queda otra que la muerte. Voy a ordenar que te quemen vivo, según el deseo de la autoridad.
Y así terminó la vida normal de Nemesio. Pero solamente uno quien se creía triunfador, había fracasado: el envidioso acusador. Era el siglo III. Es hoy.