Lázaro, el amigo (17 de diciembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Si no hubiese sido por su resurrección, Lázaro me temo que no hubiese pasado a la historia, o al menos no con la importancia con la que ha pasado. Pero hete ahí que un día al hermano de Marta y María le entraron las fiebres y se lo llevaron. Y precisamente Lázaro, con su muerte, pasó a mejor vida. Ya sabemos el episodio, pues el evangelio se encarga de los detalles: llegó Jesús, luego de tres días, y le ordenó que abandonara el sepulcro. Y Lázaro obedeció. Pero tengo para mí que, inclusive con la importancia del portento, siguen teniendo más importancia Marta y María que el hermano resucitado. ¿Ante quién cedió Jesús, ante la ausencia del amigo o ante el reclamo de las hermanas? Porque, eso queda claro, reclamaron: si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto.
Y una queja así debe de tener motivos. Aquella familia de Lázaro, Marta y María, no debía de ser para Jesús, el profeta, una familia cualquiera. Muchas horas, muchas más de las que se cuentan, debió de acercarse por la hacienda para descansar. Muchas horas debieron de pasar juntos preguntando y alertando. Esas cosas que se dicen entre amigos: que no te expongas, que tengo información de que andan al acecho, que cuando menos te esperes te lanzan una celada, que te quedes unos días más aquí, hasta que la cosa se serene. Muchas noches debió de dormir Jesús en la casa de los amigos. Y mucha amistad debió de tener con ellos para aguantar el chaparrón: si hubieses estado aquí, si hubieses venido cuando te enviamos recado, no hubiese pasado esto. Así es que a ver cómo compones ahora el desaguisado.
Ya había noticias de que Jesús había recompuesto algunas vidas, no muchas, es verdad, porque con la muerte no se juega; pero sí algunas, como la de aquella muchacha. El caso es que esta de Lázaro parecía más una concesión a la amistad que a otra cosa. Quizá por eso se mostrara un poco reticente el profeta. Hasta que no pudo más y le llamó: vamos, Lázaro, ¿no ves toda la gente que está esperándote? Sal fuera. Y los ojos de los incrédulos contemplaron cómo Lázaro, como si nada, salió del sepulcro, hasta con hambre. No era de extrañar: llevaba tres días sin probar bocado. Así es que se trata hasta de una vuelta a la vida lógica: con hambre.
La Iglesia ha dado a Lázaro la categoría de santo, y la verdad es que no sé por qué. La única razón que se me antoja es la de la amistad, que es una razón muy valedera. Todo amigo, en las duras y en las maduras, es un santo. Y Lázaro, al igual que sus hermanas, profesaron con el profeta una amistad fuera de toda duda, y la que no se discute.
Era un hacendado, eso parece también claro; era una familia con recursos; y era un protector de hermanas. Era, entonces, el que llevaba las riendas de la herencia. Pero sobre todo era un hombre poco dado a la exaltación. Posiblemente deseaba pasar desapercibido. Posiblemente lo único que le interesaba era la amistad. Su hermana, María, era más dada a la calle, más preocupada por el maestro. Era la menor. Era la protegida. Y eso también cuenta.
Pues bien, este día la Iglesia se lo dedica a Lázaro y solamente por ser amigo. Que es mucho.