Jerónimo, el de la Vulgata (30 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Es este un santo muy pinturero. Quiero decir, la mayor parte de los pintores se han enamorado estéticamente de él. Y es que la vida de este Jerónimo se las trae. Da para todo, Da para lo divino y para lo humano. Da para la ciencia y para la escritura. Da para la penitencia y para la molicie. Da para el recogimiento y para la tentación. Da para lo bueno y para lo malo. Cuentan que, ya al final de su vida, el Niño Jesús le pidió un regalo. Creía Jerónimo que ya le había regalado todo, y no había más que verlo en aquel estado de huesos para saber que sí, que toda su vida la había entregado. Pero no. El Niño Jesús quería un regalo distinto.
- ¿Qué quieres, niño, que te regale?
- Tus pecados.
Era ya anciano, era ya esquelético, se había dado a todas las privaciones, a todos los ayunos, a todas las penitencias, a todas las mortificaciones; pensaba estar ya listo para el último paso, pero no. Todavía no había entregado sus pecados.
Y es que hubo pecados en la vida de este intelectual del siglo V. Pecados de soberbia, pecados de orgullo, mal genio, castigador, intransigente, pero, sobre todo, pecados de sensualidad. No podía deshacerse de aquellos años habidos len Roma cuando, de la escritura de cicerón, Virgilio, Horacio, Tácito, Homero, Platón y otros pasaba la hoja y se inclinaba hacia el cuerpo de las bailarinas romanas. No podía desprenderse de ellas. Ni en sueños. Ni en el desierto. En el desierto, aceptado por él para su medicina, las bailarinas romanas lo asaltaban. No había gruta donde, desde las oscuridades, no emergiera una bailarina, contorneándose. No había escondite posible. ¿Cómo era posible que en una mente tan lúcida no cupieran más que bailarinas?
Los pintores se han hecho con él en diferentes momentos, pero no he visto aún a pintor de renombre, que se ocupara de las bailarinas en la imaginación de Jerónimo. Más todavía, contemplando el retrato de él que ideó EL Greco, difícil imaginarse que en ese alargado y venerable rostro cupiera una bailarina. No son esas escenas para El Greco.
El milagro de este intelectual, doctor, escritor, hablador, callejero, recluido en el desierto, asentado en bibliotecas, fue precisamente el de la traducción de la Biblia, por encargo del papa Dámaso. No se trataba de una traducción cualquiera. Se trataba de una traducción para las entendederas de los rudos, es decir, el pueblo llano, del vulgo. A tal punto que durante siglos la Vulgata resultó ser la traducción oficial utilizada por la Iglesia Católica. Así es que en esa traducción hemos leído todos.
Tanto sabía de las damas, tanto de las bailarinas, tanto de sus tentaciones, que en una ocasión lanzó el chiste: “¿Saben cuantas manos tienen las damas ricas de Roma? Tres. La mano derecha, la mano izquierda y una mano de pintura”. Si lo decía Jerónimo, palabra de Dios, igual que palabra de la Vulgata.
Una vida para una novela por entregas. Que quizá sienta la tentación de acometerla. Un hombre de Biblioteca que pasó sus últimos años refugiado en una gruta, cerca de belén, eso sí, ya sin el atosigamiento de las bailarinas romanas. Ya le había regalado al Niño Jesús todos sus pecados.