Vivente, el campesino (27 de septiembre)
Autor: Adolfo Carreto

 

 

Soy devoto de quienes no olvidan su condición. Soy devoto de quienes, habiendo llegado a las alturas no olvidan las bajuras. Quien oculta su identidad, malo. Quien se disfraza bajo una corbata cuando lo suyo es la camisa, es un decir, malo. Quien se escuda en la ciudad para que no le sigan llamando campesino, malo. Y peor todavía, mucho peor, quien acusa a los de su condición para ocultar su condición.
Ya lo he dicho en otras oportunidades: siento igualmente debilidad por los pastores. Allí donde hay un pastor noto un algo que se sale de lo común, una humildad disfrazada de pobreza, un temperamento oculto entre el campo y el rebaño. Anduve de pequeño con las ovejas, aunque no puedo presumir de pastor. Sí, de que mi abuelo, lo fuera. Y no sé si es por mi abuelo o por las ovejas, o por el campo sin límites, por lo que tengo veneración por este oficio y devoción por quienes lo ejercen.
Me cayó bien, muy bien, este tal Vicente, nacido en Francia, cuando leí que dijo: “Yo soy un pobre pastorcillo de ovejas, que dejé el campo para venirme a la ciudad, pero sigo siendo siempre un campesino simplón y ordinario”. Ni simplón, ni ordinario. Humilde, sí. Pero una humildad no prefabricada, pues era, según dicen, de armas tomar, de temperamento agrio, respondón. Le venía de temperamento. Y tuvo que luchar contra ese temperamento. Dicen que lo venció. Cómo no va a vencerlo si tenía sobre su conciencia la condición de pastor.
Pero cuando lo dijo, fue cuando ya debería habérsele olvidado, consciente o inconscientemente. Porque, pasó las suyas. Luego de pasar del campo a la universidad de Toulouse, que es un paso bien brusco, fue prisionero de los mahometanos y conducido a Túnez, que era el cuartel general de los esclavos de la época. Lo pasó, durante tres años, como lo pasan todos los esclavos en todas las épocas. Se escapó y se refugió en casa de un amigo. 400 monedas faltaron de la casa y Vicente fue acusado como ladrón. Hasta que se comprobó la verdad. El ministro francés lo nombró capellán de marineros y condenados a galeras. Y lo pasó peor. Había que poner remedio a esos remeros esclavos, sumidos en la galera, ojerosos, hediondos, hambrientos, sedientos, torturados por el capataz.
- ¡A remar! –gritaba el látigo de capataz.
Vicente tuvo que echar mano de un remo, pues el esclavo no daba más de sí.
- ¡Este no es oficio de capellán! –se interpuso el capataz.
- ¡Tampoco es oficio de esclavos!
Todo esto y mucho más tuvo este hombre en su haber. Hasta que se decidió por su condición: dedicarse en cuerpo y alma a los pobres. Pedir limosna si necesario fuera, como necesario fue. Fundar una congregación para dedicarse a ellos si necesario fuera, y necesario fue. Y así surgió la congregación de los Padres Vicentinos.
Y todo porque nunca olvidó su condición, a pesar de su mal carácter. Dejó escrito, y es lo que queda, ésta. “Yo soy un pobre pastorcillo de ovejas, que dejé el campo para venirme a la ciudad, pero sigo siendo siempre un campesino simplón y ordinario”. Pues de eso, nada, Vicente. Simple, puede, pero no simplón. Ordinario puede, pero no ordinariote, a pesar del mal genio. Pastor eso sí, siempre.