Carlos, el de la Paliza (25 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Qué paliza le propinó el maestro al muchacho! Qué pedagogía aquella de los maestros, de algunos, del mío no, para enseñar a los muchachos a fuerza de golpes. ¿Qué no sabes contestar? Media hora ante la pared, arrodillado, y con los brazos en cruz. ¿Qué no aprendiste la lección? Extiende la mano. Y la vara de avellano, zás, sobre la mano. ¡Ah, con que separaste la mano! Y zás, zás, zás, pues la letra con golpe entra. ¡Qué paliza propinó aquel maestro a este muchacho de condición humilde por no saber contestar!. Si no hubiera sido hijo de pobre, si hubiera sido hijo de alcalde, o de labrador con haberes, o de juez, el maestro se hubiera guardado la vara de mimbre. Pero era hijo de pobre y para los hijos de pobre la letra ni con paliza entra.
- Miren ustedes, llévense a este muchacho que no sirve más que para escardar surcos.
Y el padre, asintiendo, sin rezongar, propinó un empujón al hijo y le dijo:
- Ya sabes para lo que sirves, para arar la tierra, para sembrar los campos, para segar, para trillar. Así les que ¡hala, a casa!.
Y de la casa, al campo. Pero ni en el campo servía. No supo resistir la embestida de aquellos bueyes, mansos como todos los bueyes, pero que, por lo que fuera, arremetieron contra él, y de milagro. Así es que, la verdad, ni para leer, ni para escribir, ni para escardar surcos.
Quizá para el convento. Aquellos frailes franciscanos con los que se topó en el camino puede que le echen una mano. ¿Que quieres ser franciscano? Acude ante el superior, para que te pruebe. No es tan fácil entrar en religión.
Lo probó el superior:
- ¿Que qué vas a hacer? Si eres hombre de campo, si tienes experiencia en la siembra, ve a la huerta, tomo un repollo y siémbralo; eso sí, con la raíz hacia arriba.
- Así no se siembran los repollos. La raíz siempre en tierra.
- Si pretendes entrar en el convento, obedece.
No le quedaba más remedio y obedeció. Las obediencias conventuales suelen ser así, ilógicas, es decir, contra toda lógica. Pero si quieres entrar en religión, qué remedio. La humillación es el primer mandamiento.
Por la huerta andaban los frailes y soltaron la tapia dos toros bravíos.
- Fray Carlos, tú que sabes de bueyes, mira a ver si te atreves con éstos.
Se atrevió. Cómo les echó la soga a los cuernos, no se sabe; lo más seguro es que por la destreza previa, pero los religiosos dijeron que primero se santiguó. Lo que no deja de ser una muestra de que no las tenía todas consigo.
Pero ni con esas. Un desastre en la cocina. Cada vez escaseaban más los platos porque se le iban de la mano. Y lo peor, se le olvidó apagar el fogón y echó a arder la cocina. De milagro no se quema el convento. Así es que, con todo leste currículum ¿cómo apostar por este hombre?.
Pero un superior apostó por él porque en él vio lo que los demás no veían, que posiblemente todas aquellas fallas provenían de la paliza que un día, por ser hijo de pobre, le propinó el maestro de su pueblo.
Todas estás cosas las cuenta él, porque el superior le permitió que escribiera sus memorias. Para mí que el tal Carlos, luego santo humilde y milagrero, exageró sus torpezas. Los santos no suelen ser tan descaradamente inútiles.