Andrés Huberto, el molestón (23 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este es otro de los santos que me suenan. Me suena, porque es de los santos que no parecen haber nacido para eso. Me suena porque durante mi trayecto me he topado con más de uno de la misma catadura, compañero de andanzas de uno mismo, apostando a la misma rebeldía, desconfiando de aquello en lo cual uno termina confiando. Este Andrés es tan de carne y hueso que andaba por el mundo a la deriva, sin más apoyo que el de su propio engreimiento y su personal desparpajo. Tal así que cuando algo escribía, lo rubricaba así: “Andrés, el que nunca será ni religioso ni sacerdote”. Y no porque lo atosigaran a que lo fuera, sino porque esos no eran caminos que encajaran en su deambular.
Lo suyo era la rebeldía a troche y moche, inclusive en la propia casa. Lo suyo era el enfrentamiento, hasta con su propia madre:
- Pero madre, no malgastes la comida. A los pobres se les da lo que sobra, las migajas.
No había manera de convencerlo. Tampoco en el colegio. Cualquier desorden él era el protagonista.
- ¿Dónde está Andrés?
- Alborotando.
Digo que a este individuo lo conozco: lo conozco en los alborotos, lo conozco saltando tapias, lo conozco burlándose de los rezanderos, lo conozco ingeniándolas para acercarse a las muchachas, aunque ellas no quisieran que se acercara. Lo conozco en las fiestas y en sus altercados, en los bares y en las borracheras, en las palabrotas y hasta en el cinismo. Que sí, que lo conozco.
De sacerdote, nada. Hasta que un tío suyo, dicen que muy piadoso, lo convenció. Y luego de sacerdote, pues seguía en las suyas: casa con buena mesa, elegantemente amueblada, ampliamente dispuesta. Un cura debe vivir como cura, y si hay que dar limosnas, puesto que también es de la esencia de las parroquias, pues se dan, pero nunca en exceso, siempre practicando el mandamiento de las migajas.
Fue la Revolución francesa, al parecer, la que le hizo entrar en razón. Los católicos estaban en peligro y había que esconderse. Los curas, más todavía. Y no le quedó otra que esconderse. Hasta tuvo que refugiarse en una casa de campo. Cuando los gendarmes fueron a por él, le salvó la bofetada mentirosa de la dueña:
- Vete a hacer lo que tienes que hacer, que en esta casa se trabaja.
Y los gendarmes creyeron que era un criado.
Pero, es verdad, se enmendó. Tarde, pero se enmendó.
- Padre Andrés, usted vive más como rico que como pobre, y eso no lo enseñó Jesucristo.
Podía haberse reído, pero no. Se puso a pensar. No sabemos en qué pensó, pero pensó. Y de ahí en adelante Andrés comenzó a ser otro. Y junto a Isabel Bichier fundo la congregación de las hermanas de Santa Cruz.
Poco más hay que decir, porque desde entonces su vida comenzó a ser normal, y ese fue su milagro: pasar de la irreverencia al respeto y a la comprensión. Por eso digo que a este Andrés lo conozco. Más de una vez he camino junto a él.