Jenaro, a sangre viva (19 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

¡Que digan a los napolitanos que no, que eso de la Sangre de San Jenaro es mentira!. ¡Que se lo digan! Y es que todos los años, desde hace cuatrocientos para acá, la sangre negruzca, pulverizada, fea, de San Jenaro, se convierte en sangre líquida, rojiza, como recién derramada. Una vez al año y todos los años. ¡Que digan a los napolitanos que no!
Es éste uno de esos santos de universal leyenda y de universal veneración. Es de esos santos a los que acude la gente por la peculiaridad, por la espectacularidad del acontecimiento. Quizá quienes hasta sus restos acuden no sepan ni de qué época es ni cómo murió ni por qué. Lo importante para estos curiosos peregrinos es el espectáculo, contemplar cómo la sangre convertida en volvo todos los años, una sola vez, pero todos los años, retorna a su calidad original. Milagro, no creo que sea, y si lo es, no es de los milagros que me complacen. Tampoco he presenciado el portento, y dudo que lo haga. Fui en una oportunidad a ver el corazón de Teresa de Jesús, una santa de mi tierra, y me desilusionó; no la santa, que a sus escritos acudo con mucha frecuencia, sino a su corazón, permíteme que te lo diga, Teresa, que parece una patata arrugada. Y me decepcionó porque, pensando en ese corazón tan castellano que tenías, y que explotaba con el temple del temperamento de los abulenses, no me pareció tuyo. No digo que no lo sea, digo simplemente que prefiero el natural, el que inspiró a tu pluma y a tus oraciones, el que se esforzó caminando por todos los caminos de la restauración de las carmelitas, el que se empeñaba en que entre los pucheros también estaba Dios. Con ese corazón tuyo es con el que me quedo. El que ahora nos enseñan, no me va.
Nadie me ha explicado el por qué del portento de la sangre que se convierte en liquidez y frescura caliente de este Jenaro, porque dicen que no tiene explicación. Ni quienes pudieran explicarlo, los entendidos, pueden. Así es que el espectáculo se da cada año y a los napolitanos no hay quien les contradiga.
Pues este tal Jenaro, pertenece al siglo IV, fue obispo, y cayó cuando el emperador Diocleciano pretendió que cayeran todos los cristianos. Lo llevaron al anfiteatro, con otros compañeros en la fe, pero los leones se negaron a hincarle los dientes. Cuenta la leyenda que merodearon en torno la él y, los espectadores, enfurecidos porque querían ver la sangre derramada de Jenaro y los demás, exigieron que les cortaran la cabeza. Y el emperador dijo que sí, que los decapitaran.
Unas damas acercaron un cuenco al cuello de Jenaro y lograron un poquito de su sangre. Pues bien, esa es la que dicen que ahora, una vez al año, deja de ser polvo negruzco y se convierte en líquido rojizo. Y de ahí en adelante, ya todos los milagros a Jenaro atribuidos caben. Hasta aquel, cuando en el siglo XVII el Vesubio quiso arrasar a Nápoles y la sangre del Santo detuvo a la lava.
Esto, claro está, no es dogma de fe. Pero quién le quita a los napolitanos esta creencia, esta veneración por su santo, este esperar año tras año al día en el que la sangre pulverizada de Jenaro se hace de verdad visible y líquida. ¡Quién se atreve!.