José, el inútil (18 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Inútiles donde los haya, éste. Inútil de nacimiento. Inútil para andar por la vida. Si hubiera que tildarlo de verdad, más que inútil, tonto. Y tonto de pueblo, de los tontos necesarios, de los tontos para que todo pueblo se sostenga en sí mismo. Conozco a más de uno, y todavía guardo una sonrisa bellamente tonta del tonto de mi pueblo, cuando, luego de más de treinta años, en un funeral, me reconoció y me sonrió. Nunca creí que mi tonto, de mi misma edad, durara tanto. Y ahí sigue, inútil por demás, pero con una sonrisa tan grande, tan de cariño, que es todo un milagro.
Este José, de Supertino, era tonto en el siglo XVII. Y su inutilidad se debía a su tontera. Dicen que era bueno, bueno en extremo, y lo creo; jamás he visto a un tonto con malas mañas. Los de malas mañas no son tontos, son imbéciles. Este José, nacido en Nápoles por culpa de sus padres, quienes huyeron hasta allá para librarse de los acreedores, anduvo de tropiezo en tropiezo por la vida. Y eso que sus padres lo intentaron.
Lo enviaron a esa escuela de pueblo donde todos hemos aprendido a leer, escribir y rezar, y él ni eso. Tuvo que dejar la escuela incapaz para una suma de dos números, para identificarse con su firma. Pues si las letras no le entraban en la mollera puede que el trabajo fuera el remedio. Tampoco. El zapatero, a quien se lo encomendaron, tuvo que prescindir de él pues le traía más trabajo que soluciones.
- Lo siento mucho, don José; pero su muchacho es un inútil.
Quizá la solución fuera un convento de franciscanos. Tampoco. A pesar que el intento era para los trabajos más insignificantes: barrer, hacer encomiendas, pelar las patatas, lavar las verduras y los platos, poner la mesa... tampoco. En dos ocasiones tuvieron que decirle que regresara al pueblo pues no servía para nada.
Y cayó enfermo. Dicen que intervino la Virgen, curándolo. Pues ni la Virgen pudo con su inutilidad. Bueno sí es, caritativo mucho, pero no sirve para nada. Lo decían sus padres, lo decían todos. Lo dijeron en el convento:
- No sabe practicar la virtud de la obediencia.
- No les que no sepa, padre, es que se le olvidan las cosas.
- Entonces es tonto, tampoco sirve.
Hasta que, a trancas y barrancas, más por conmiseración que por otra cosa, volvieron a admitirlo. Eso sí, como oblato, como donado, porque no hay otro puesto para él. Y a trancas y barrancas de donado a lego, de lego a novicio y, para sorpresa de todos, a trancas y barrancas estudios y el sacerdocio.
Pero tampoco. Seguía siendo bueno, muy bueno, muy caritativo, muy condescendiente, pero hasta ahí. Y hasta ahí llegó. A trompicones. Hasta que se dieron cuenta de que su bondad no era la de un inútil, y comenzaron a admirarlo las gentes. Y dicen que lo que hacía se convertía en milagro. Y después la leyenda. Hoy la Iglesia lo reconoce como Santo.
Me alegro. ¿Es que un tonto de verdad, un tonto bueno, un tonto como el mío no tiene derecho a esa admiración que todos debemos profesarles. No puedo menos de recordar a mi amigo, el de la sonrisa, convencido como estoy que se encuentra en el mismo altar que este José de Supertino, quien llegó a la santidad por el camino de la sana tontera.