Cornelio, el perdonador (16 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Andaba por aquellos tiempos del siglo III un tal novaciano queriendo reinterpretar todo lo que le salía al paso. Y le salieron al paso los pecadores, y el tal Novaciano dijo que personas con pecados encima carecían de perdón. Sospecho que este hombre algún pecado tendría, pues de esos tropiezos difícilmente nos libramos. Sospecho igualmente que no había entendido mucho todo el proceso de la redención, cuando precisamente el maestro de Nazaret había instaurado en la vida cotidiana el perdón como requisito para poder continuar avanzando. Eso de condenar sin más, eso de hundir a una persona de por vida, no parece buen síntoma. Quizá Novaciano tuviera buena intención. Quizá pensaba que con su prédica las personas no se atreverían a dar un mal paso. Quizá eso fuera. Pero lo llevó a la categoría doctrinal de dogma, y es ahí donde ya los caminos se tuercen.
O sea, que el tal Novaciano no admitía la vuelta al redil, no admitía que el hijo pródigo volviera a experimentar el abrazo perdonador del padre, no admitía que en la sinagoga, en los templos, tuvieran cabida quienes habían tenido el atrevimiento de colocarse la mano sobre el corazón, o de colocar la mano sobre el hombro del agraviado, o de simplemente solicitar excusas. O sea, que de perdón, nada.
Y en eso salió Cornelio, Papa, y dijo:
- Sin perdón, nada.
Aunque solamente sea por eso, ya me cae bien este Cornelio, como me caen bien todos los que aceptan el perdón como un mandamiento. Porque uno no puede andar por la vida, ni ahora ni antes, sin tender una mano, sin aceptar una excusa, sin devolver la sonrisa, sin jugar nuevamente la partida. Uno no puede caminar desviando siempre la mirada. En una palabra, uno no puede vivir amargado.
Pienso que no admitir el perdón es condenarse uno mismo para la amargura, para la intransigencia, para el fanatismo. Y luego pasa lo que pasa. Quien no quiere perdonar es porque está convencido de que lo suyo es continuar atacando. Quien rechaza, no digo el abrazo pero sí, al menos, una mano tendida, es porque intenta utilizar esa mano para continuar castigando sin piedad. Y sin fundamento.
Cornelio, que luego fue desterrado a Roma por el emperador Decio, y terminó muriendo por los malos tratos y las palizas, mártir por lo tanto, hasta eso perdonaba. Pero Novaciano no. Quien se salía del redil, a tiro limpio. Quien tendía la mano, la zancadilla para que continuara cayendo. Quien exhibía la sonrisa, la amargura, para hundirlo. Cornelio le dijo que no: que en la iglesia todos tenían cabida una vez que el arrepentimiento fuera como deben ser todos los arrepentimientos, sin manchas de resentimiento. Pero, sobre todo, porque si el perdón no se concede, para qué una iglesia que predica la salvación para aquellos que todavía les falta trecho, que somos todos, para qué una doctrina como la de Jesús, que hasta a las pecadoras públicas les devolvía la sonrisa, para qué una crucifixión, y luego una resurrección si prácticamente nadie puede beneficiarse de ella. Esto era lo que Cornelio, Papa, le decía a Novaciano, el intransigente. El que no sabía qué religión predicaba.