Crisostomo, Boca de Oro (13 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

A unos los apodaron “pico de oro”, a otros “boca de miel”, a este Crisóstomo lo rebautizaron como “el de la boca de oro”. Algo debía de tener la palabra que salía de su boca para que el apodo prosperara, algo para que a todos les parecieran palabras del máximo valor, de esas que no tienen precio para ser pagadas, posiblemente porque tampoco se cobra para que puedan ser oídas. Algo debía de tener este hombre en su verbo para que en tropel, personas de toda condición, acudieran a la plaza para escucharlo. Y no solamente porque decía bien lo que decía sino porque lo que decía era bueno. Así que forma y contenido en el discurso se abrazaron para que a este “hablador” se le rebautizara como “el de la boca de oro”.
A veces decimos que tal individuo “habla bien, pero...”. Y yo concluyo, con un pero de por medio nunca se habla bien. Con un pero de por medio se habla para cautivar, no para convencer. Con un pero de por medio la perorata se convierte en propaganda, en camuflaje, en revestimiento, en careta, pero no en mensaje. Con un pero de por medio el discurso termina sonando a falto, y aunque en un momento determinado consiga el milagro del aplauso, pronto vendrá el desmilagro de la decepción. Con un pero de por medio, la oratoria suena a mitin, y ya sabemos para qué sirven los mítines, para aplaudir sin entender, para gritar sin convencer, para prometer sin realizar, para vender a gritos lo que no se puede vender por medio del convencimiento. Así es que no se trata solamente de hablar bien; si hay un pero de por medio el discurso termina siendo ahogado por el pedregal.
Dicen que San Crisóstomo ha sido el más famoso orador de la Iglesia Católica, y esto ya es mucho decir, pues oradores cristianos los ha habido muy requetebuenos y a montones. En todos los tiempos, bajo todos los estilos. Pues para que este Crisóstomo haya perdurado desde el siglo IV como el más famoso, por algo será. Sus sermones han sido recogidos en trece volúmenes, o sea, que no solamente habló bien sino que habló mucho. Porque, se me antoja, que esos trece volúmenes no es más que una mínima parte de lo que salió por esa boca de oro.
Fue educado para hablar bien, eso es cierto. Su madre se ocupó de ello. Su madre, que quedó viuda cuando el muchacho tenía veinte años. Y ya tenía fama el joven de excelente orador. Y parece que le gustaba acudir a los lugares públicos y dirigir la palabra. Aunque se le metió en la cabeza escabullirse de la ciudad y albergarse en el desierto. ¿Para qué hablaría en el desierto aquel hombre?. Quizá solamente para él, que no es poco el discurso que cada cual debe lanzarse a sí mismo. Pero no prosperó en la soledad del monte. Lo suyo eran las plazas públicas, el gentío escuchándolo, el arrebato, y el silencio. Tronaba contra quienes malgastaban el dinero, y él, que dinero tuvo, no aparentaba haberlo tenido. Quizá de ahí la convicción de quienes lo escuchaban. Tronaba contra la esposa del emperador porque la mujer no deseaba que Crisóstomo hablara contra el alza de los impuestos, de ahí que su palabra de oro fuera creíble. Tronaba contra los lujos en los palacios una vez que él, arzobispo ya, desvistió al suyo de lujos y oropeles. Quizá por eso su palabra era moneda en oro.
Un santo éste, por lo tanto, no solamente de palabra, sino de palabra bien dicha, de palabra creíble, de palabra desnuda de vanidades. Un santo de palabra.