El Señor de los Milagros (11 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Lava y lava la campesina colombiana, la campesina de tierra adentro, la campesina del valle del Cauca. Para qué lava tanto una campesina si ella no tiene tanta ropa para lavar, si ella con lo puesto y el repuesto es suficiente, si en su ranchito no caben las prendas, si en su cajita donde guarda las monedas no hay monedas para más ropa... Y sin embargo, lava y lava.
Lava y lava, y lo que le dan con lo que lava, lo guarda en la cajita. ¿Para qué quiere ese dinero la mujer colombiana, campesina del valle del Cauca?
- Para comprarme un crucifijo.
No hay crucifijo en el ranchito de la mujer y ranchito sin crucifijo está a la intemperie. A la intemperie de los temporales, a la intemperie de los desalmados, a la intemperie de cualquier que pase por allí con malas intenciones.
- Ya he ahorrado, señor cura. Ya tengo para comprar el crucifijo.
Pero no llegó a casa del párroco con el dinero. Ese hombre que viene por el camino, con el paso que no da más, con el atuendo a hilachas, con las alforjas vacías, con semblante de enfermedad, ese hombre le tiende la mano. La mujer colombiana palpa las monedas, son para adquirir su crucifijo, vuelve a palparlas, las acaricia, las saca de la faltriquera y se las entrega.
- ¿Todas?
- Todas.
Regresa la mujer y continúa lavando y lavando. Volverá a juntar las monedas para su Cristo. Enjuaga la ropa en el arroyo. La sábana arrastra hasta la orilla algo que se le ha prendido.
- ¡Es un crucifijo!
Es un crucifijo. Más bien pequeño. Suficiente. Lo que ella quería. Su ranchito no da para mucho. Pero ¿por qué ha crecido? Se ha doblado en tamaño. ¿Qué está pasando? Hoy todavía más grande que ayer.
- Señor cura, venga y vea.
El cura y el prefecto vieron. Aquello no era normal. Y los vecinos dijeron lo mismo. Y comenzó la veneración. Y todos querían trocitos de aquel Cristo para prenderle velas en sus casas. Hasta que se deformó.
- Ha sido por tanto manoseo –dijo el cura.
Tanto se deformó que decidieron quemarlo. Venerar a un cristo tan deformado no inspira devoción. Pero no se quemó. Comenzó a sudar, sudar, sudar, y los feligreses a empapar aquel sudor en algodones. Servían aquellos algodones para curar cualquier quebranto. Pero, además, el Cristo retornó a su belleza original.
No hay quien le quite a los católicos del Valle del Arauca y a todos los colombianos, que éste sigue siendo el gran Señor de los Milagros. Y allí permanece, en el Valle, remediando cuanto dolor se le presenta.
Yo creo que estos milagros los producen las primeras monedas que la campesina colombiana dio al caminante enfermo para remediar su necesidad.