Pedro Claver, una historia de negros (9 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Había que verlo esperando a la mercancía a orillas del puerto, en Cartagena de Indias. Había que verlo entre los compradores de negros, de esclavos, de ese producto que daba para todo: desde el trabajo forzado, hasta para hacer aceite de sus cuerpos. No sé qué poderes tenía el aceite de los cuerpos negros de los esclavos africanos llegados a América, pero para eso los traían. Había que verlo a que el dinero le alcanzara para comprar a uno, a dos, a los que pudiera. No eran los mejores, eran los que iban quedando, quizá los destinados al matadero. Y Pedro pujando por este, por aquel, hasta que se iba quedando con algunos, con pocos.
¿Qué era lo que este jesuita leridano, trasladado a Colombia, hacía comprando negros como cualquier otro traficante? Simplemente salvarlos. Dejarlos en libertad una vez que tenía documentos para apostar por ellos.
No sabemos a cuántos pudo comprar, sabemos, eso sí, que remedió a miles. Aseguran las estadísticas que llegó a bautizar hasta a trescientos mil. Quizá se exagere, pero aunque fueran la mitad, o la mitad de la mitad, o menos inclusive, fueron muchos. Bautizados para la fe, pero igualmente bautizados para poder continuar en suelo americano es el temor a ser esclavos.
No lo hacía al estilo fogoso del Padre Las Casas, quien, la verdad, tampoco fue excesivamente condescendiente con los africanos esclavos. Lo hizo a su estilo, que no era otro que el de poner la mano en la herida, el de procurar el alimento que faltaba, el de conseguirles techo donde pernoctar, el de remediarlos de la peste. Todas las historias que se puedan contar acerca de los negros llegados a Colombia las conocía este jesuita que dedicó su vida a remediarlos. Contra viento y marea. A costa de que lo tildaran los ricos cartageneros, de infectar a las iglesias por consentir la entrada en ellas a estos negros que eran de naturaleza extraña.
Había que verlo en el puerto, esperando a que les quitaran las argollas, intentando acercarles los primeros alimentos para que pudieran sostenerse en pie, ascendiendo desde los calabozos de los barcos nauseabundos. Había que verle la sonrisa cuando podía conducir a su casa, ya liberados, a dos, a tres, a diez.
Anda por las calles de Cartagena de Indias Pedro el leridano en procura de tender la mano a cuantos esperan la muerte tumbados en las plazas, acurrucados en las aceras. Anda por las calles colombianas con una cruz y un mendrugo para poder alimentar doble. Anda sin sosiego entre la peste para que el que ya está condenado lo tenga menos difícil. Y tanto anduvo que la peste lo alcanzó. También él quedó a la intemperie. Algunos, los buenos de siempre, dijeron que era el castigo divino por haberse atrevido a cambiar la vida de los creyentes. De ahora en adelante los fieles cartageneros podrían entrar en la iglesia para rezar sin el olor a peste negra. De ahora en adelante la ciudad podría volver al sosiego que da la separación de los malos a un lado y los buenos al otro. Este Pedro Claver se había equivocado de predicación y por eso Dios lo castigaba. Así decían.
Y murió. Acompañado de muchas lágrimas negras murió. Luego de su muerte, hasta los blancos comenzaron a decir que era un cura bueno, pero sólo luego de su muerte. Menos mal que los negros ya lo habían canonizado en vida. Manos mal.