Eleuterio cantra la gula (6 septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Hay cosas de los santos casi nunca se cuenta, que no se publicitan por aquello de que pueden ser causa de escándalo, o por aquello de cómo un santo va a ser un pecador previo. Y siempre he preferido a los santos pecadores que a aquellos que parecen haber nacido santificados, lo cual le concede a la santidad poco esfuerzo.
Gracias a este Santo, Eleuterio, al que pudiéramos llamar El Lute, si no fuera por los recuerdos que nos trae del famoso perseguido y luego redimido bandolero según los cánones del siglo XX, gracias a este santo, digo, me enteré de que otro santo era un glotón. Y nada menos que San Gregorio Magno, el que era grande en todo. Lo cuenta el mismo Gregorio y uno no hace más que creer. Resulta que al hombre le gustaba comer a rabiar, en forma exagerada, con apetito de gula. Y él era consciente de ese desbarajuste. Pero no conseguía manera de encontrar una medicina acorde, ni siquiera la de la abstinencia, que ha sido común a tantos y tantos santos. Gregorio comía y comía, y le daba vergüenza de tanta comilona. Y se lo contó a su amigo, Eleuterio:
- Eleuterio, que como demasiado.
- Pues no comas tanto, Gregorio.
- Es que no puedo remediarlo.
- ¿Ni siquiera con la oración?
- No.
- ¿Ni con la abstinencia?
- Tampoco.
- Déjame que piense.
Pensó Eleuterio sacar a su amigo Gregorio de aquel entuerto, pero no le venía a mente medicina acorde. Hasta que se decidió:
- Probemos con una bendición.
- ¿Una bendición?
- Probemos.
- ¡Pues probemos!
Eleuterio lo bendijo y, remedio santo, Gregorio, El Magno, fue redimido del pecado de la gula. Lo cuenta él y, por lo tanto, nada que objetar.
También le dijeron que aquel muchachito estaba poseído por el demonio. Él, que no, que eran cosa de las monjas. Y durante un tiempo el demonio no hizo travesuras en el cuerpo del muchacho. Pero las monjas insistían: ¡está poseído! Y como Eleuterio dijo que él sabía de posesiones mucho más que las religiosas, insistía en que no. Pero ante su mirada, el demonio comenzó a actuar a través del cuerpo del muchacho, y Eleuterio dio su brazo a torcer. Y no hubo más remedio que curar a la criatura con las únicas armas acordes para el caso: la oración y la penitencia. La de él y la de las monjitas. Eleuterio se acusó de pecado de soberbia y de presunción.
Fue abad y compañero de charlas con el papa Gregorio el Magno, quien no dudó nunca de la santidad del amigo. Y si Gregorio, santo también, no dudó ¿por qué nosotros? Gregorio tenía razones para sostenerlo: aquello de la gula.