Raissa, la amiga (5 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Solamente sé que esta muchacha de veinte años se llamaba Raissa, como mi amiga, de pocos años más pero intuyo que tan terca como ella. Pensaba yo que este nombre, Raissa, era de los de hoy, de los que no aparecen en el santoral, de esos nombres que nos inventamos para el bautizo y, si no, como nombres postizos para una eventual distinción. Antiguamente se creía que el nombre hacía al individuo, por eso cada nombre tenía su definición, o provenía de ella. Este de Raissa dicen que significa “la amiga”. Y con él me quedo, pues cuadra perfectamente a mis pretensiones.
Raissa, la mártir, la de inicios del siglo IV, la de sólo veinte años se ha colado en mi imaginación con idéntica contextura a la de mi amiga de ahora. Y es que los veinte años son iguales para todas las muchachas, empecinados, saltones, decididos, esperanzados. Mi amiga Raissa ha puesto su vida en el futuro pero, eso sí, sin desperdiciar el presente. Mi amiga Raissa le da a la informática, que es en lo que no coincide con aquella de la época de Diocleciano. Pero hay algo de aquella época que sí coincide con ésta: la de pedir consejo a los supuestamente entendidos para dictar leyes evidentemente nefastas.
Es el caso que Diocleciano comenzó una terrible persecución contra esa “secta” que provenía de palestina pero que, agigantadamente, estaba copando los caminos del mundo. Y llamó al intelectual de turno, un tal Apolo de Mileto:
- Dígame usted, sabio, ¿qué hay de esos que se hacen llamar cristianos?
El sabio Apolo de Mileto puso mala cara, se rasgó la frente con la uña del dedo pulgar y profirió la sentencia:
- ¿Los cristianos? Una secta peligrosísima, unos bárbaros, unos desadaptados, unos tipos que quieren cambiar nuestro mundo por el suyo. Y como van en aumento, hay que tener cuidado con ellos: puede que el imperio esté en peligro.
Así en aquel tiempo, cuando Raissa, la mártir. Así en éste, cuando los gobernantes solicitan opinión sobre sus opositores:
- ¿Esos? ¡Cuidado, presidente! ¡Esos traen malas intenciones!
Y ya está. El gobernante lanza el decreto, la policía indaga, persigue, acorrala. Hay que salvar al poder a cualquier precio, y la mejor forma de salvarlo es eliminando a los desestabilizadores. Antiguamente de un solo golpe: la pena de muerte. Hoy, sin que haya decreto de por medio, también la muerte, así se vista de un accidente fortuito. Así es que los tiempos no cambian tanto.
A Raissa la garró la muerte según el decreto de Diocleciano. Llevaban los policías a unos cuantos cristianos para ser juzgados y condenados en Alejandría cuando Raissa, veinte años, se introdujo en el cortejo:
- ¡Esa no!
- ¡Yo sí! Yo soy de la misma condición que estos. Si ellos van a la muerte por lo mismo que yo creo, también a mí me toca.
No la defraudó el decreto. Juzgada y condenada. Mártir.
Se lo conté a mi amiga Raissa y lanzó una palabrota que traduzco para entendernos:
- ¡Esa muchacha es igualita que yo!. ¡Tenía lo que hay que tener!