San Gregorio Magno, el de las misas (3 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Las misas gregorianas, este es un rito popular. Treinta misas ininterrumpidas para que el difunto salga antes de las posibles penalidades del purgatorio, ese es el objetivo, y el inicio de esta costumbre, auspiciados en el tiempo por la liturgia eclesial, se debe a este santo, Gregorio, apellidad lo Magno, que no solamente es El Grande sino también el magnífico. Gregorianas las misas por Gregorio, y gregorianas también, en un principio, no ahora, por el canto gregoriano en el que iban envueltas, ese canto eclesiástico y espiritual, ese canto que cuadra no solamente con el coro del monasterio, con la liturgia catedralicia, con el timbre suavemente recio de los monjes y con el timbre suavemente celestial de las monjas, sino y sobre todo con las ansias de elevación del espíritu. Un canto que algunos han tildado de melodía monótona cuando a mi se me antoja de una riqueza melódica impresionante, de una reiteración en la oración cantada, de un éxtasis sonoro que invade las naves de la catedral para arropar el espíritu anhelante de los feligreses. Esas treinta misas gregorianas, a favor del difunto, iban, en principio, arropadas con este canto también apellidado Gregoriano por San Gregorio, pero que ahora ya casi no se usa. ¡Una lástima!
Este Gregorio, nacido en Roma, rodeado de herencia económica a la muerte de su padre, estudioso, que incursionó como prefecto en el ordenamiento de la ciudad, especialista en derecho, llegó a ser Papa en los últimos años del siglo VI.
Un hombre espiritualmente práctico. Un hombre con dotes de mando, tanto en lo civil como en lo eclesiástico. Un hombre que se dedicó al buen decir, esto es, a la oratoria pública como arma de convencimiento, un hombre que instituyó a la tolerancia como quehacer político, tanto en el quehacer civil como en el ordenamiento eclesial; un hombre que atinó en el complicado mundo de la administración, tanto en la de la ciudad terrena como en la de la ciudad espiritual; un hombre que hizo de la investigación norma para la implementación de las leyes; un hombre que ordenó la música para la liturgia como no se había ordenado antes; un hombre que impulsó el quehacer misionero, sobre todo en Inglaterra, no puede pasar desapercibido ni en la historia civil ni en la historia eclesiástica.
Por todo esto se le bautizó, ya en vida, como El Grande, el ordenador, el conciliador, el protector, el de iniciativas, vuelvo a decir, el de la música. Y por esto acuden hoy, a su intercesión, los sabios, los investigadores, los músicos, los directores de orquesta, los que, de buena fe se dedican a las ordenaciones públicas.
Doctor de la Iglesia, así se le considera. Y es que lo fue. Y es que continúa siéndolo. Aunque popularmente los feligreses nos inclinemos más por esas misas gregorianas para que nuestros difuntos puedan alcanzar, con mayor rapidez, el estado postrero que les pertenece.
Quizá no haya otros milagros que atribuirle, con el de las misas es suficiente. Pero no confundamos las cosas: las misas son lo que son y sirven para lo que sirven, no para creencias imposibles. Que esa tampoco fue la pretensión de un sabio y santo, como lo fue Gregorio, El Magno.