Teodora, ¿Hombre o mujer? (2 de septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Esta es una historia de hechicería, desde el principio al fin. Esta es una santa de disfraz, de pasar siempre por lo que no era, de ceder, y de las consecuencias que estas debilidades acarrean. Esta es una mujer para no creer, porque ni cara de santa tuvo. Puede que tuviera cara de santo, por lo que se verá, pero de fémina camino hacia la santidad, no.
Dicen que piadosa era. Dicen que bella, por demás. Estaba casada. Pero el sacramento no es obstáculo para las miradas y las pretensiones, y en ella puso la mirada un joven que le decía qué quería de ella. Se lo decía con la mirada. Se lo decía con el gesto. Se lo gritaba con la palabra. Y ella, que no. Que estaba casada. Que era ofender a Dios. Esas cosas.
Pero el enamorado insistió. Acudió a los remedios de la época: los potingues, las brujas, las hechiceras, los conjuros. Y como esos profesionales de lo imposible terminan cumpliendo, la bruja hizo su trabajo. Increpó al muchacho por no ser lo suficientemente incisivo, le dictó algunas de las normas evidentes que las mujeres desean que se cumplan, lo instruyó en las zalamerías necesarias, le habló de la persistencia, porque lo que bien se quiere, bien cuesta. Y luego de tantas idas y venidas, de tantos acosos, de tantos ruegos desesperados, Teodora dijo que sí, pero que una vez solamente, para que se le fuera del cuerpo esa fiebre diabólica que lo había endemoniado.
Y sucedió. Luego vino el arrepentimiento, el perdóname, Señor, el no volveré a caer en semejante tentación. Luego vinieron las penitencias, los rezos, las promesas. Y esta vez sí cumplió Teodora: una y no más, santo Tomás.
Pero como el hecho trascendió y los acosos del mismo y del otro no cesaban, optó por un truco muy de la época, siglo V: vestirse de varón. Andaba ella con un traje que no le cuajaba. Andaba ella con un peinado que no era el suyo, disimulando una voz que ni aparentaba de hombre ni de mujer. Llamó a las puertas del monasterio.
- Reverendo Padre, quiero entrar en religión.
Primero, no. Luego, ya veremos. Después, pasa. Y en el monasterio se comportó como monje dedicado a las privaciones, a las penitencias, a los rezos, a las meditaciones, a los cantos corales, a los trabajos en la huerta, al silencio profundo, a los arrepentimientos por faltas menores. Uno más. Hasta que llegó la ventera.
Tenía esta mujer un lugar de reposo para viajeros en paso y le pareció ver en el monje Teodoro, pues Teodora no disimuló más de una letra, que el tal era un impostor, que no se trataba más que de un viajero que, en su posada, dejó preñada a una del lugar, y que quería prescindir del hijo. No lo negó el monje Teodoro. Aceptó la paternidad que no era. Aceptó la expulsión del monasterio. Y se dedicó a la crianza del hijo que no era suyo.
Lo aceptaron tiempo después nuevamente en el monasterio; con una condición; que debería penar su falta en reclusión permanente. Aceptado. Y así fueron transcurriendo los días de esta Teodora, de este monje falso, hasta el día que murió. Entonces se dieron cuenta de que era mujer y de que, por ello, no pudo ser el padre de aquella criatura. Los monjes le pidieron perdón. La ventera también. Pero ya era tarde. Una vida, de principio a fin, sumida en la equivocación, en el doble ser, en el más asombroso anonimato.
Hoy la Iglesia la venera como santa.