San Gil o San Egidio, quien sabe (1 de Septiembre)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Puede que fuera griego, puede que no. Puede que se asentara por el Ródano, puede que no. Quizá fuera itinerante, hasta que se asentó. Se asentó en la soledad, que es el asiento de todos los anacoretas. Terminó construyendo su propio monasterio, que no todos los anacoretas lo hacen, pero este tal Gil, o Egidio, o Gil Egidio, que no está claro, sí lo hizo.
Tampoco son importantes estas precisiones, la verdad. Hubo una vez un hombre, dicen que de herencia asombrosa, que es como decir de vida resuelta de por vida, pero él decidió refugiarse en la montaña, en la soledad, lejos del ajetreo para asuntos menos mundanos.
Y poco más se sabe. Digo que me satisface cuando sabemos poco de los santos. Me refiero a poco de esos portentos que asombran. Si estaba en el desierto hay que apostar por las visiones, por las privaciones, por los flagelos, por las meditaciones sin tacha, por la comida más que frugal, por el silencio casi a la fuerza. Eso sí es inherente al anacoreta. También lo son las tentaciones, esos fantasmas que se cuelan por las ventanas abiertas de las soledades y que insisten en aquello en lo que uno previamente, y conscientemente, ha renunciado: placeres y demás.
También se desprende de la vida poco documentada de este santo, su carisma de protector para pobres, tullidos y arqueros. Llama la atención lo de los arqueros. Se cuenta que una flecha, no se sabe cómo ni por qué, llegó hasta su brazo derecho, incrustándose. Debió de tratarse de una flecha equivocada, pues de lo contrario no sería protector de la puntería de los arqueros sino de los aflechados. Pues para que conste su protección, se le pinta con flecha clavada en su brazo.
Miedo, no debía tener mucho. Un anacoreta con miedo casi no prospera. Ni siquiera miedo a la soledad. Por eso también es abogado contra el miedo, contra quienes lo padecen. Y protector de los epilépticos, los tembladores, aquellos que en tiempos de menos ciencia se creían endemoniados. Ahora comprendo por qué a la epilepsia se la reconoce como “el mal de San Gil”. Pero no hay constancia de que él fuera epiléptico. Cabe suponer, por lo tanto, que a algún epiléptico le dio la mano y lo curó, que eso sí encaja en las leyendas de las vidas de los santos, y si son anacoretas, mejor. Posiblemente por la misma razón se le considera protector de los que sufren el mal del cáncer.
Un santo, por lo tanto, con muchas advocaciones, con muchas leyendas pero con escasas precisiones. Me sorprende, eso sí, que sea el santo abogado contra el incubo. ¿Que qué es eso? Pues la relación carnal del demonio con la mujer. Esto suena a brujería, no a tiempos modernos. Suena también a condena de tribunal de la Inquisición. Aunque quisiéramos decir que hoy ya no se usa, tampoco es cierto: he oído cuentos de sectas que en sus ritos continúan practicando estos sortilegios, llegando inclusive hasta el suicidio colectivo luego de la colectiva orgía. Pues aquí está San Gil, o San Egidio, o los dos, para echar un monto de protección contra semejantes desafueros.
Quiero decir que los tiempos no cambian tanto como creemos, que lo único que hacemos es cambiar de túnica, pero lo que va por dentro tiende a salir, aunque sea en forma disfrazada. Que San Gil nos proteja.