Mónica, la madre de Agustín (27 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Que no, que San Agustín no fue un santo de nacimiento, sino un tipo de armas tomar, un presumido, un mujeriego, un vivalavirgen, un estudiante andador de tugurios, frecuentador de las amistades que le cuadraban para sus francachelas, y Mónica, su madre, tuvo que lidiar con él.
Tuvo que lidiar Mónica, además, con su esposo, que era el padre de Agustín, a quien Agustín salió, de quien Agustín copió, con quien Agustín brindaba por los éxitos educativos. Agustín era inteligente y, por ende, el orgullo de su padre y, por lo mismo, consentido, aplaudido, hasta empujado. ¡Que le importaba a Patricia la mala vida de su hijo si, al fin y al cabo, el éxito lo encumbraba!. Pero es que Patricio, gran padre para Agustín según las aspiraciones de Agustín, mal esposo para Mónica. Mujeriego por demás pero, sobre todo, irascible con su esposa. La maltrataba, más verbalmente que físicamente, pero la maltrataba. Parece que este maltrato de esposo a esposa era moneda corriente en aquella época ya lejana, siglo IV, pero que se ha venido prolongando hasta nuestros días. Así es que si mal las tuyo Mónica con el hijo, mal con el esposo. Y mal con la suegra. La suegra de Mónica aplaudía las andanzas de Patricio y, como siempre, culpaba a Mónica como culpable de la irascibilidad de su hijo.
Así les que esta mujer, Mónica, la de Tagaste, las tuvo duras con su familia. Pero es que también ella había sido de armas tomar. Su nodriza, exigente al máximo, prohibió a ella y a sus hermanos tomar bebidas fuera de hora, a pesar del calor, pues el agua, por muy saludable que sea, inclina luego a otras bebidas, y había que cortar la tentación por lo sano. Así es que Mónica, joven y rebelde, comenzó a despacharse con el vino. Hasta que un día uno de sus empleados la tildó de borracha. No caía bien semejante apodo sobre una mujer, y más con pretensiones de buen casamiento, así es que la joven, pensando en su futuro, y no tanto por la gracia del arrepentimiento, dejó de tomar alcohol de por vida.
Pero el dolor de cabeza de Mónica, sin duda, fue Agustín, el hijo rebelde, el muchacho descarriado, a quien en una oportunidad tuvo que echar de casa porque le vino con modas maniqueas, con creencias que no cuadraban con el cristianismo de ella. Así que Mónica no era mujer de concesiones, y mucho menos con Agustín, su primogénito, su hijo del alma.
Pero llegó el momento de la conversión del hijo, como también había llegado el momento de la conversión de Patricio, el esposo, como también el de la suegra pendenciera. O sea, que Mónica, del descalabro total familiar pasó al estado de la gracia. Ya sabemos cómo resultó Agustín desde entonces.
Pero no hay quien le quite a esta mujer lo vivido. Ahora resulta bonito reconocerla como la madre de uno de los santos más encumbrados de la Iglesia, pero el costo resultó ser el de una vida de sufrimiento. Pero no el de una vida de amargura. El milagro de Mónica, como madre y como esposa, fue el de la constancia, el de la perseverancia. Cuando sus amigas le preguntaron cómo era posible que su esposo, Patricio, tan iracundo, tan mujeriego, tan vivalavirgen, tan sostenido por su propia madre, no llegará a ponerle la mano encima, ella respondió:
- Porque cuando él está de mal genio yo me pongo del bueno, y dos no pelean si uno no quiere.