Bartolomé o Natanael (24 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Este es otro de los santos de mi niñez y de mi juventud. Un santo que se me apareció cuando era monaguillo y se me reapareció cuando daba los primeros pasos por el seminario. Un santo patrono de pueblo pequeño pero bullanguera, que lograba el 24 de agosto toda la alegría desbordada en un lugar apartado en el que muchos días no había alegría. Un santo con sabor a encierro de toros, a tamboril mañanero despertando para la fiesta, a repique de campanas para la procesión, a cohetes por doquier, a baile y a fiesta. Un santo sin otras pretensiones que las de ser patrono de unos feligreses casi olvidados en la geografía castellana de Salamanca. Un santo del que desconocíamos casi todo. Nunca oí, por ejemplo, ni siquiera en la predicación oficial del día del santo, que hubiese sido despojado de toda su piel para martirizarlo. Pareciera que semejante detalle no cuadraba con la alegría de celebrar ese día, pues a quién no se le escalofría el cuerpo a imaginarse semejante desprendimiento de la piel.
Pero sí sabíamos, eso sí, que se trataba de un apóstol, y de que no era un apóstol muy consentidor. Cuando Felipe, su amigo, le dijo: Hemos encontrado a aquel que andábamos buscando, Natanael, o Bartolomé, le contestó: ¡Qué vas a encontrar! ¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno?. Quiere decir esto dos cosas: la primera, que andaban en búsqueda de una persona buena, de alguien que les hiciera el camino más llevadero, de alguien que los empujara hacia una liberación que tiempo ha venía añorando. Y segundo, que Nazaret no tenía buena fama. No parecía ser lugar donde naciera y creciera la bondad, o no esa bondad que muchos andaban buscando, que se asemejaba mucho a la oposición contra los romanos.
O sea, que este tal Bartolomé más o menos como aquel Tomás, también compañero de andaduras y también en pos del encuentro de la libertad: Ver para creer.
Esto sí lo sabíamos en mi pueblo porque el predicador nos lo repetía todos los años, inclusive aunque el predicador no fuera siempre el mismo. De ahí que yo me quedé con la imagen de un santo incrédulo, quizá también de un santo desconfiado. Hasta que más adelante, releyendo su historia evangélica, aunque desconfiando de otras leyendas, supe que el tal Natanael era no solamente hombre de arrestos sino discípulo en el cual fiar.
Debajo de un árbol estaba cuando Jesús lo vio antes de que él viera al maestro. A la sombra, descansando, meditando, añorando tiempos mejores, intentando conseguir lo que todos en aquel tiempo intentaban: un líder que los empujara hacia la lucha para salir del estado de postración. Debajo del árbol estaba y Jesús se lo dijo: 
- Estabas debajo del árbol cuando Felipe te alertó. 
- ¿Y cómo lo sabes? 
- ¿Estabas o no estabas?
- ¿Entonces tú eres el profeta? 
- Ven y verás. 
Y fue. Y vio. Fue suficiente. Y también para mí fue suficiente. Una vez que se sigue a quien se encuentra el resto es anécdota. Porque el mayor milagro es encontrar aquello que de verdad se busca.