Bernardo o la Boca de Miel (20 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Me hubiese gustado toparme, tal día como hoy, y en cualquier lugar público de nuestros lugares públicos, plazas, avenidas, cátedras, foros, concentraciones, Internet inclusive, con este tal Bernardo, al que terminaron llamando “El doctor melifluo”, es decir, el de la boca de miel. Intuyo que lo que salía por su boca, esto es, su verbo, su predicación, sus enseñanzas, sus consejos, sonaba tan bien y deleitaba tanto al paladar de la conciencia, era de una delicadeza exquisita y de un convencimiento total. Virtud que se me antoja de nacimiento, pues nada le costó convencer a cuatro hermanos, un tío, a todos los jóvenes que andaban en sus andanzas, que eran muchos y divertidos, posteriormente a su padre y hasta a su cuñado para comenzar a vivir otra vida según los cánones de las abadías del cister.
Pero antes había convencido a sus amigos de la delicia de las juergas, de las canciones en las tabernas, de los amoríos a corto plazo, de las salidas, del buen comer, del beber aunque no fuera tan bueno. O sea, que era un tipo a quien no le gustaba la privación. Y como tenía recursos para todo ese derroche, derrochó no hasta el hastío pero sí hasta el convencimiento de que por ese camino no llegaría muy lejos. Era buen mozo y por ende presumido. Y por lo tanto, derrochador. Hasta que un buen día puso punto final a sus juergas ante el asombro de familiares y amigos y se decidió por el cister.
No parecían los monasterios los lugares aptos para este muchacho a quien le gustaba la libertad de las plazas o los encierros de las tabernas. Y sin embargo, algo le susurraron los monasterios que llegó a fundar hasta trescientos, quizá quien más conventos haya fundado en la historia de las fundaciones, que va desde entonces hasta nuestros días.
Digo que me hubiese gustado toparme con él tanto cuando se daba al libertinaje como cuando se dio al claustro. Porque ni dentro ni fuera del convento le faltó la palabra, el convencimiento, el don de atracción. O sea, un espécimen que se hubiesen sorteado hoy día muchas organizaciones, tanto religiosas como políticas, como culturales, como financieras. Porque hoy por hoy todo negocio se fructifica sobre la base del convencimiento, o eso que otros denominan publicidad.
El siglo once produjo muchos personajes pintorescos, dentro y fuera de los claustros. Y este Bernardo, al que se le conoce por el claustro de Claraval, lo fue dentro y fuera. Los argumentos para los dos retazos de esta vida fueron radicalmente distintos, pero la locuacidad, el don de atrapar, fue siempre con la misma técnica: la palabra bien dicha, la exposición sin trampa, los pros y los contras.
Hay personas que nacen antes de tiempo. O no. Cada quien nace en el tiempo que le pertenece, lo que ocurre es que las hay que naciendo en su tiempo se extienden y son válidas para todos los tiempos, que es el caso de Bernardo. Ahí perduras, como argumentos permanentes, sus monasterios y abadías y su palabra de miel, esa que todos estaban dispuestos a degustar.
Milagros no son muchos los que se le atribuyen pero a mí me gusta ese que le endilgaron en vida: Doctor melifluo. El milagro de la palabra encendida y de la dedicación exclusiva a la divulgación de la verdad, dentro y fuera de los claustros.