Juan Eudes, de pueblo en pueblo (19 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Fue este Juan de esas personas que no descansan, de esas que se empeñan en que todos los caminos son suyos, de esas que andan, llegan, regresan, emprenden otra vez cuando se empeñan en una cosa. Este Juan, natural de Normandía, es de la estirpe de esos caminantes que van de pueblo en pueblo a lo suyo. Unos, a cantar coplas; otros con sus carromatos de titiriteros, otros para vender baratijas; otros como quincalleros, paragüeros, afiladores y lo que se presente. Un día duermen aquí y mañana donde la noche los detenga. Si poseen carromato, en el carromato; si no, en el pajar prestado, en el pórtico de la iglesia si la iglesia tiene pórtico, en el prado a las afueras si se trata del buen tiempo. Son hombres a la intemperie que llevan consigo, casi siempre, ilusiones para repartir.
Este Juan Eudes fue uno de ellos pero, sacerdote como era, no tenía otra cosa que ofrecer que su voz. Lo suyo era predicar. Lo suyo era hacer que la gente desandara el camino mal emprendido y retornara al que conduce a la felicidad. Si se quiere, un misionero de los de antes. Ahora los misioneros se nos meten en nuestra casa vía Internet; entonces, en el siglo XVII, y antes, y después, llegaban hasta nuestra plaza a pie o, en el mejor de los casos, a lomos de mula. Eran misioneros con el arma de su voz presta, con la bendición de la confesión a punto y con el consejo oportuno. Pues este Juan fue de los mejores. Decían los feligreses que predicaba como un león, y que escuchaba en confesión como un cordero. Era lo que decían. 
Ciento once veces emprendió camino para otras tantas llegar a esta plaza, a este templo, a esta ermita, y lanzar su voz a las conciencias. Ciento once veces, que son muchas más que ciento once predicaciones, o ciento once confesiones. Ciento once veces resultaron ciento once misiones, que son casi una eternidad.
Convencía, es lo que aseguran. Pero, en ocasiones, el convencimiento duraba poco. Es lo que le dijo aquella mujer de pueblo, que le dio cama y comida.
- Todo ha salido muy bien, padre Juan. La gente está contentísima. Han llegado de otros pueblos y aldeas a escuchar su palabra. Se han confesado. Y posiblemente le hayan prometido cambiar de rumbo. Usted les ha impartido la absolución y ya. Pero voy a decirle una cosa: esas mujeres pecadoras que hoy se han arrodillado ante usted, mañana tendrán que emprender camino porque el arrepentimiento no prospera. Mientras usted se marcha nuevamente a su seminario, para rezar y preparar otra misión, ellas tienen que comer. Y como no tienen donde ir, pues regresan a las andadas. Le digo una cosa: ¿por qué, además del perdón por sus pecados, no les da usted una casa donde puedan refugiarse y donde queden protegidas de la tentación?.
Remedio santo. El padre Juan tomó nota. Y así nació lo que primero se llamó “Hermanas de Nuestra Señora del Refugio”, y luego Congregación de las Religiosas del Buen Pastor”. 585 casas tienen hoy repartidas por el mundo. Y en esos refugios están las supuestas “jóvenes de mal vivir” para que puedan vivir como Dios manda.
No hay más que acudir a cualquiera de esas casas y mirar los ojos de las muchachas. Aunque no todas logren el objetivo, uno ve en sus miradas el milagro. Así es que Juan Eudes, en ese andar de pueblo en pueblo, de casa en casa, de posada en posada, se topó con una posadera que le indicó el milagro a realizar luego de la predicación.