Elena, la repudiada (18 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Antes de ser augusta, madre de Constantino, y de que su rostro quedara impreso en las monedas del imperio, Elena, fue esposa repudiada. Y no precisamente por fea. Si el general romano, Constancio Cloro, la solicitó en matrimonio, fue porque quedó deslumbrado de su belleza sin igual, de su porte de dama para andar por las alturas, de su elegancia en el ir y venir, en el comportamiento y también, por qué no decirlo, en la sumisión. Llegó el general romano y se prendó de Elena, y también Elena de él, porque Elena no se casó por obligación sino porque el general le tendió la mano y ella notó en aquella mano una buena mano tendida. Y tuvieron un hijo, Constantino.
Pero un día Constancio Cloro se le acercó y le dijo:
- Lo nuestro no va a más.
- ¿Cómo que no va a mas?
- Pues no. El Emperador Maximiliano me quiere a su lado, y la hija del emperador, también. Así es que no me queda más alternativa que aceptar el llamado, pues la hija del Emperador tampoco desmerece.
- ¿Y Constantino? ¿Y el niño?
- No quedará desprotegido. El muchacho nada tiene que ver en esto.
Y así, sin más argumentos, Elena, la bella, la bella ahora más que nunca, quedó arrinconada ante el asombro de cuantos la conocían. Y comenzaron a nombrarla “La repudiada”.
Pero en el imperio, las cosas cambian, y a la muerte de Maximiliano el ejército se empeñó en que el nuevo emperador, ya probado en las contiendas, sería Constantino, el hijo de Elena. Quedó constancia de su valentía cuando aquella batalla en la que una mano le presentó una cruz y le susurró al oído: “Con este signo vencerás”. Venció y proclamó el primer edicto: “Desde el día de hoy la religión católica dejará de ser clandestina y gozará de libertad en todo el imperio”. Era el año 313. Y leso consta en todos los anales.
Constantino hizo lo que cualquier hijo, en su caso, haría: devolver la dignidad perdida a su madre, encumbrarla a la categoría de Augusta e imprimir su rostro en las monedas contantes y sonantes, para que nadie, en todo el imperio, tuviera dudas de quién era su madre, aquella que un día fue apartada, a pesar de su belleza singular.
Elena se convirtió, así, en la gran promotora de esa religión que pasaría a ser la religión del imperio. Y comenzó a practicar y divulgar sus principios. Y comenzó a indagar los pasos del fundador, aquel judío de Nazaret crucificado por el imperio, a quien ahora, su hijo, colocaba también en su lugar. Y andando en esas pesquisas es cuando dicen, encontró la cruz donde inmolaron a Jesús. Una leyenda que nunca se agota, una cruz que se ha multiplicado, como un milagro, por el mundo entero: la cruz encontrada por la repudiada.
Cierta o no esta leyenda, lo que queda de la historia es el empeño de Elena por la divulgación de la nueva religión, eso sí, apoyada por la fuerza que le daba el imperio comandado por Constantino, su hijo.