San Roque y el perro (17 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Mire usted por dónde, este santo, Roque, se hospeda en mi casa, con perro incluido. A San Roque lo tengo entronizado en mi lugar sin querer, porque cuando la adquirí, ya se encontraba en ella divinamente instalado. No sé qué devoción tenían por él los antiguos propietarios, sospecho que la que tiene el mundo entero: protector contra todo tipo de peste, contra toda epidemia, contra toda gripe, contra todo virus. Las epidemias perduran, porque aunque en cada época prospere una, en todas las épocas los virus permanecen, se instalan y matan. Quizá haya que incluir entre las epidemias contra las que el santo pueda echarnos una mano, esta del Sida, que no será la última, pero es la que hoy más nos azota.
Y es que Roque, una vez que murieron sus padres y se deshizo de todos sus enseres, que no eran pocos, se echó a los caminos de la Peregrinación, desde Montpellier, su cuna, hasta Roma, su destino cristiano. Ya el hecho de elegir la profesión del peregrinaje es signo de emprender el camino hacia lo trascendente, y eso siempre merece respeto. Pero este Roque se topó por los caminos con el inconveniente de la peste: gestes arrastrándose, personas pudriéndose fuera de las ciudades, dentro de las ciudades, personas condenadas a una muerte inevitable. Y se dedicó a ellos. ¿Para qué tanto apremio en llegar a Roma si el camino está sembrado de muertos?
Terminó contagiado. Y, para no contagiar, dejó los caminos previstos y se encaminó hacia la montaña, evidentemente para morir. Lo que no ocurrió. Y no ocurrió porque apareció en escena el perro. Todos los días un perro, de casa de rico, robaba un pan de la mesa del amo y trotaba, monte arriba, para llevárselo al escondido. Hasta que el dueño sospechó y siguió los pasos del animal. Contempló el espectáculo. Contempló las llagas de Roque, se compadeció, lo hizo llevar hasta su casa, y lo curó. Escena que me suena, pues un cuervo también se empeñaba en robar pan, donde fuera, para volar hasta la cueva donde se encontraba el anacoreta San Antonio, para alimentarlo.
Por equivocación lo hicieron preso cuando se encaminaba a su lugar de nacimiento, Montpellier, por creerlo espía. Cinco años duró en prisión. De vuelta a la libertad, continuó por las calles, socorriendo a cuanto se le presentaba. Solamente cuando murió, los de Montpellier, al observar la cruz de su padre que siempre llevaba al pecho, lo reconocieron: era hijo del gobernador, aquel que lo dejó huérfano a temprana edad y que luego se dedicó a peregrinar por los caminos de la peste. Y comenzaron a venerarlo, hasta hoy.
Pues bien, pocos santos tan populares como éste. Yo me lo conseguí sin querer, habitando ya la casa que habito, una casa que, al estar él, parecía no admitir ya contaminación. Y ahí permanece, en su hornacina, en la sala, el perro a su lado, protegiendo al apestado e intentando protegernos.
Cuando alguien llega a mi casa, siempre lo reconocen:
- ¿Eres devoto de San Roque?
- Pues, no lo sé. Ya estaba aquí cuando la compré. Yo creo que él es devoto mío, quiero decir, que sigue siendo él quien marca mi peregrinaje.