Esteban, el Rey (16 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

No era rey, porque en Hungría, en aquel siglo once, no había reyes. Reyezuelos, sí; esos siempre los ha habido en todas partes, y continúan prosperando. Mandamases con armas, claro que los había, pues entre feudos y otros territorios, las geografías comenzaban y terminaban donde comenzaban y terminaban las armas. No sé si atreverme a decir que en todos los tiempos es igual, pero en aquellos parecía más patente. Hungría no tenía rey único, que era tanto como decir que no era nación, pues faltaba la unificación.
Y llegó Esteban, porque le venía de estirpe, de descendencia, y se ganó el reino a pulso; quiero decir, con el pulso de las armas, pues fueron cayendo ante su osadía cuanto usurpador anhelaba la corona. Ganó, unificó y cristianizó, que también de eso era de lo que se trataba.
Cristianizó a su país luego de vencer a los impostores pero, a cambio, logró del Papa Silvestre II la concesión oficial de título de Rey. El Papa se lo expendió No solamente accedió a que el famoso y cristianizador guerrero fuera rey con todas las de la ley papal sino que, además, el Pontífice le regaló una espléndida corona de oro, que todavía hoy continúa siendo el símbolo sagrado de una monarquía que ya no es monarquía. Y así comenzó la dinastía real de Hungría, por obra y gracia de la concesión papal. Eran aquellos tiempos.
Lo que continúa sucediendo, pues no pocos gobernantes de ahora, así sean llevados a la silla por la gracia de la elección popular y democrática, necesitan del aval de otros poderosos más poderosos, bien se llamen bloques o como se llamen, para que la sobre vivencia prospere. A veces, inclusive, hasta para la sobre vivencia física.
Pero, además de guerrero sin tacha, este Esteban era de cristianismo convencido, que ahora es lo que queda. De rey llegó a hacerse pobre. Cuentan que, en una oportunidad, se disfrazó de albañil para recorrer las calles donde merodeaban los menesterosos y gentes de malas mañas, con el fin de repartirles cuanto remedio tuviera a mano. Entre otras cosas, llevaba monedas. Y ya se sabe que las monedas son muy provocativas. Se abalanzaron sobre él, le quitaron cuanto llevaba y lo molieron a palos. No tuvo más remedio, al llegar a palacio, que confesar. Y se burlaron de él. Lo que en modo alguno impidió, eso sí, con más tiento y menos disfraz, su manía de socorredor de los indigentes.
Mal acabó el pobre rey de Hungría. Al final le cayeron encima todas las enfermedades y todas las dolencias. Y la que más le dolió de todas: la muerte de su único hijo, un muchacho aficionado a la cacería, que pereció en un accidente. Y Esteban, el primer rey de Hungría por la fuerza de las armas y la gracia del Papa Silvestre II, queda sin sucesor. Le vino a mente la historia de Job, qué remedio, y rezó la oración más acorde y que más a cuento venía: Dios me lo dio, Dios me lo quitó.
Hungría perdió su estatus de monarquía para adoptar el de república en 1918, y desde entonces es nación sin rey. Que quizá sea lo que menos importe. Lo que sí cuenta en esta historia es que Hungría se ganó a un rey Santo, Esteban, el primero que tuvo y al que hoy todos los húngaros rezan.