Clara, la Madre de las Clarisas (11 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

A veces, los jardines de la vida producen estos rosales. Hay personas que nacen bajo el signo de la verdad desnuda a la cual ellas van vistiendo con un ropaje transparente y sencillo que no hay forma de desflorarlo. Clara se llama, y nació en Asís. Francisco se llamaba, y nació en Asís. Y desde Asís se extendió el perfume sagrado por todos los rincones de la necesidad humana, que son muchos y extendidos.
Hay santos que florecen envueltos en la poesía de una vida tan sencillamente transparente que parecería demasiado patética para aparentar humanamente real. Es verdad que ha veces nos empeñamos en que las rosas florecen sin el impedimento de las espinas, y tal empecinamiento resta valor tanto a la hermosura de la rosa como al rosal que la enarbola. Tanto a Francisco como a Clara, la pareja de Asís, los santos de Asís, franciscano él por Francisco y fundador, franciscana ella por él y por fundadora de las Clarisas, y por ende, clarisa ella, de Clara, los llamó la vida para que del anonimato pasaran a la exuberancia de las flores esparcidas.
Quien haya visto la película Hermano Sol, hermana Luna, sabe de lo que hablo. Me gustan los santos poéticos, pero detesto a los imaginarios. Me encantan los santos que, por ejemplo, se han santificado con la música, como los hay, que, por ejemplo se han santificado con el pincel, como también los hay, y los que se han santificado con la pluma, que los hay a raudales, y los que hicieron otro tanto con la palabra, que son legión. Pero no me fascinan los santos inventados, los irreales, los que han surgido de la imaginación más que del suelo que pisaron. Clara es mujer de pisar sobre mojado, muchacha de cabellera larga y frondosa cortada, y no para vestirse de masculinidad, aspecto que hoy tanto se prodiga, sino para revestirse de lo que intentaba ser: una verdad femenina pisando el sendero de la necesidad, enclaustrada en la pobreza para que los pobres de otras latitudes pudieran remediar sus quebrantos.
Esta Clara es compañera de ruta, humana y divina, de Francisco. Ambos, desde Asís, emprendieron un camino cuyo lema era la pobreza y su remedio, para lo cual inventaron la luminosidad floral de un hábito pardo, como la tierra que se pisa, como los pasos que se aventuran. Como el semblante terroso de los desamparados.
Me encanta esta muchacha, porque muchacha fue hasta el momento de su muerte: una juvenil mujer de cuarenta años florecidos y valientes, con una legión de mujeres sembradas ya por los huertos del mundo, a quienes llamamos Las Clarisas.
Me empeño, eso sí, de dejar constancia de que esta mujer es un poema arrancado en el tiempo de la necesidad, y que su proceder continúa siendo literatura hermosa escrita en la página necesitada de las personas. Me empeño para que no se agoste ese huerto con sus manos sembrados y con sus pies recorrido. Me empeño en que las franciscanas continúen dejándonos ver su presencia con ese atuendo colorista de su hábito pardo y sencillo. Me empeño para que siga siendo la hermana Luna, pero no la de la fantasía del celuloide sino la de la realidad de los conventos franciscanos.