Domingo, el de la verdad (8 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Tengo que anunciar que, aunque no me llame Domingo, este es el día de mi santo. Haber transitado un buen trecho de la mano de este castellano de Caleruega, de Burgos, es algo que concede muchos derechos. Y yo he ido de su mano, y voy. Ese hábito blanco y negro, que siempre han sido los colores que me cuadran, quizá por lo de los extremos, ha resultado imposible descolgarlo de mi sentimiento. Andar por claustros dominicos, ojear los códices de sus bibliotecas, escuchar los argumentos de Tomás de Aquino, emprender los caminos legos y humildes de martín de Porres, cantar la fortaleza femenina de Catalina de Siena, divagar con los inventos de Alberto Magno, lanzar la capa al agua del mediterráneo para llegar puntualmente a la cita, como Vicente de Peñafort, peregrinar por los caminos del Laguedoc realizando tertulias con los cátaros, descansar en posadas en las que prospera el vino y se derrama la canción machaconamente blasfema, rezar en gregoriano, subirse al púlpito consciente de que el lema es la Verdad, solo la verdad y toda la Verdad, es carácter que no hay quien te lo desprenda. Por eso digo que hoy, el día de Domingo de Guzmán, es mi día, y lo será por muchos días.
Domingo, el canónigo de Osma, el intelectual de Palencia, el peregrino por los caminos de Francia, el embajador para conseguir doncella apta para príncipe sin muchas luces, o a la inversa, que tanto monta, Domingo el burgalés, es caballero andante que, contra viento y marea, se empeñó en inventar una orden de predicadores de a pie, cuando los predicadores deambulaban en carruaje, con escolta y con capelo. Ideas así solamente pueden entrar en la cabeza de un castellano que nació cerca de Silos y que sabía, por ende, de la esbeltez erguida de los cipreses. Hijo de conde fue hijo también de labriegos. Y, al serlo, hijo de trigo dorado, de pan caliente, de madre piadosa, de armas posibles, de otear desde torreones y de empinar el cuenco con vino de la casa. Por lo mismo, de repartir limosna, que eso lo aprendió de su madre, igual que las caminatas las aprendió de su padre.
Domingo de Guzmán es santo de apellido con blasón, de elegancia universitaria, de palabra presta para la enseñanza, pero sobre todas las cosas fue hombre de andar divulgando la Verdad por los caminos franceses cuando los albigenses se habían tomado la verdad para ellos.
No tengo remedio: soy dominico hasta la médula. Quizá por eso tanto me gusta la fotografía en blanco y negro, la luz que va haciéndose vida desde las profundidades, los cuerpos que van matizándose con el haz iluminado que los ilumina. Quizá por eso he tomado la pluma para que no me falle la palabra, que aunque carezca de la dignidad que sale de los claustros dominicos, al menos conserva la intención.
Este es igualmente el día de mi santo, y no hay quien me lo robe; aunque ni me llame Domingo ni mi vestimenta de ahora sea la que fue. Y, por qué no decirlo, entre mis colecciones pictóricas está la de fray Angélico el que pintó con color de oro todos los misterios impintables, color azul celeste todos los cielos venidos a la tierra, color rojo incandescente todos los amores posibles, los divinos y los humanos. Hoy es el día de Domingo de Guzmán y de todos los suyos, entre los que me cuento aunque haya quien no quiera contarme.