Juan Vianey, el párroco (4 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

¿Qué podía esperarse de un muchacho tan bruto como este, tan de pocas luces, tan incapaz para las letras, tan retardado en la memoria, tan imposible para los latines, tan de pocas luces, tan de poca conversación? Nadie apostaba por él un centavo: ni su padre, ni sus amigos, ni el cura de su pueblo, ni el primer seminario, de donde le echaron, ni siquiera el ejército del que desertó, también es verdad, sin saber que desertaba.
Se llamaba Juan y su destino era el campo, las ovejas y el campo; que tampoco era nada raro, pues muchachos como él, en su pueblo y alrededores, había por montones. Y necesidad en su casa, mucha. Así es que su padre apostaba por el futuro de su hijo como guardián de ovejas a ratos y como labrador también. No se distinguiría de nadie y para eso no se necesitaban los libros, ni los latines, ni impedían las faltas de ortografía, ni tenían razón de ser la recitación de los versos. Muchísimo menos otros estudios de más alto vuelo.
Juan Vianey no iba para cura porque no iba para nada. Y sin embargo resultó el párroco más famoso del siglo diecinueve. Decir Juan Vianey es quizá decir poco, pero decir el cura de Ars ya es pronunciar el nombre con mayúsculas, ya es reverenciar, ya es comprender casi lo incomprensible.
Dicen que es ha sido el cura más bruto y el párroco más santo. Lo segundo, puede ser. De lo primero, no estoy tan seguro. Porque estoy convencido que la brutalidad no reside en la falta de luces para las letras sino en la falta de luces para la vida. Y esto parece ser era lo que al párroco de Ars le sobraba: luces para saber enmendar la vida y costumbres de los empecinados en el mal, en cualquier renglón del mal.
Dicen que comenzó con un hombre el primer día en su misa dominical y termino con un hombre el último día de su misa dominical. Dicen que nadie quería confesarse con él y en Ars terminaron construyendo hoteles para quienes acudían al pueblo para confesarse y tenían que hacer cola. Dicen que le gustaba pasear por el campo para entrenarse ante los árboles, en cualquier trecho del camino, pronunciando los sermones que luego predicaría en el templo. Dicen que lo enviaron a la parroquia más pobre porque en ella no se notaría mucho su falta de letras, y se convirtió en la más concurrida.
Lo echaron del primer seminario, es cierto, porque la iglesia no podía apechugar con un posible sacerdote tan torpe. ¡Buenos son los franceses con una revolución de por medio! ¡Buenos son los franceses, incluidos los eclesiásticos, con su siglo de las luces de por medio! Lo lecharon del primer seminario, e insistió. Otro cura, tan empecinado como él, fue introduciéndole los pocos saberes que encontraban asiento en su mollera. Pero con esos saberes le fue suficiente. Y hasta es posible que más de uno no le hicieran falta.
Eso sí, todos decían que se trataba de un tipo bueno, y eso fue lo que lo salvó: ante las autoridades eclesiásticas y ante las civiles. Lo perdonaron como desertor cuando aquel desliz podía convertirse en cadena perpetua.
Tengo poco que añadir porque casi todos los que hemos nacido en pueblo pequeño y perdido tenemos a nuestro alcance un párroco pocas luces, pero bueno. Que es lo único que se necesita para ser un buen párroco, el párroco, el santo Cura de Ars.