Alfonso María de Ligorio, el abogado (1 de agosto)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Iba para abogado, y lo fue. Exactamente a los dieciséis años. Quiso inmiscuirse en todos los pleitos, los civiles y los eclesiásticos, de ahí que no se contentó con la abogacía civil sino también con la canónica. Doctor doble a los dieciséis años es para echar las campanas a voleo. Y su padre las echó. Aquel Marqués de Ligorio, tratado como don José, y capitán de la Armada naval, hizo repicar todas las campanas que pudo, realizó fiestas a granel,, divulgó la inteligencia de su muchacho, lo relacionó con todo lo que la profesión de la abogacía necesita relacionarse, que es todo. Muy orgulloso estaba don José, y muy orgullosa doña Ana Cabalieri. Un hijo así no se tiene todos los días, y son escasísimas las familias de la nobleza que pueden presumir.
Pero la mujer del señor marqués, en las horas de intimidad, y ante la euforia de su marido, le recordaba:
- No olvides que Francisco Jerónimo ha profetizado sobre el niño.
- ¡No pienses en esas tonterías, Ana! Francisco Jerónimo dijo lo que dijo porque es un buen nombre y porque nos tiene aprecio. Cuando nacen los niños todo son promesas para ellos, pero pocas de ellas cunden. Además, no quiere que semejante capricho de ese buen hombre se cumpla.
Callaba doña Ana, y era para callar, pues aquel muchachito del que había profetizado san Francisco Jerónimo que viviría noventa años, llegaría a ser obispo y haría mucho bien, parecía encajar a medias. Lo de hacer bien, pues sí: para eso su carrera de abogado doble. Lo de llegar a los noventa, pues por qué no: de casta le viene al galgo. Pero lo que no encajaba en la mollera del señor Marqués era lo de Obispo. Y hete ahí que uno a uno, los renglones escritos proféticamente por Francisco Jerónimo, se cumplieron. Pero todavía quedaba mucha vida por delante para constatar el augurio.
El señor marqués iba a lo suyo con respecto a su hijo. Y lo suyo era ese matrimonio con ansias de nobleza, esa perpetuidad del nombre de la familia dentro de los más encumbrados escalones. Y una y otra fueron ofrecidas al joven Alfonso las muchachas de alcurnia de la sociedad. Y una a una fueron dictaminando su juicio:
- Muy noble, muy culto, muy atento, pero...
Pues no, al joven y exitoso abogado no le iba el camino del matrimonio. Y una a una fue desapareciendo del camino del hijo del Marqués.
Y el santo que sobre él había profetizado comenzó a escribir rectos lo que parecían renglones torcidos. Primero, a los treinta años, Alfonso Sacerdote. Luego obispo. Lo de los noventa años quedaba por ver.
Fundó la congregación de los Padres Redentoristas que, como el nombre indica, su función era redimir. Redimir a los pobres, a los necesitados, a los que no podían acudir a la instrucción por él habida. Y prosperó la idea.
Sin embargo, yo me conformo con su dote de escritor. Para mí ese fue su gran milagro. Ciento once libres, más grandes, más pequeños, dejó escritos. Más de dos mil manuscritos. Antes de llegar Alfonso a los noventa años, vio que sus obras habían alcanzado ya cuatrocientas dos ediciones. La más leída de todas, esa que a mí también me emocionó a los años en que esas obras emocionan se titula Las glorias de María. Y es, gracias a esta cantidad de escritos, donde el que iba para abogado, el que iba para noble de altura, el que iba para exitoso intelectual, fue pronunciando, renglón a renglón sus milagros.
El santo profeta, Francisco Solano, no se equivocó: murió exactamente a la edad de noventa años.