Pedro Crisólogo, el que hablaba bien (30 de julio)

Autor: Adolfo Carreto

 

 

Me gustan los sobrenombres que reflejan la idiosincrasia de las personas. Me gustan los sobre nombres que de una vez te indican dónde estás y con quién te topas. Abundan más los apodos peyorativos que los elogiosos, pero de todo hay. A este Pedro lo apodaron el Crisólogo, que quiere decir, ni más ni menos “El que habla muy bien”.
- ¿A quién vas a escuchar?
- Al Crisólogo.
Y no había más que decir en Ravena. Ni siquiera decían, al señor obispo, que lo era; preferían el sobrenombre. Y estoy convencido de que también él lo prefería.
Un día Plácida, la madre del emperador Valentiniano, dijo a su hijo:
- Valentiniano, ¿por qué no utilizas tus influencias para que nombre como obispo, en esta ciudad, a Pedro?. Es nuestro amigo, y además no tendríamos que desplazarnos para escucharlo. ¡Es que habla muy bien!
- Madre, no quiero influir en la Iglesia.
- Pero él ya es obispo. Solamente tienen que enviarlo de Imola para acá.
- No sé, madre. Tú sabes cómo son los eclesiásticos; no desean que nos metamos en sus asuntos.
- Pues si quieres, déjamelo a mí.
- No, prefiero yo.
Y el emperador se las arregló para influir, e influyó, porque al poco, Pedro Crisólogo, fue nombrado obispo de Ravena. Desde entonces ni el emperador ni su madre tenían que desplazarse para escuchar al que hablaba tan bien y además era su amigo.
El milagro de este obispo fue su palabra, en eso están de acuerdo todos. Era casi un espectáculo escucharle. Acudían a sus sermones como se puede acudir a un espectáculo de jolgorio. Pero lo asombroso es que no solamente deleitaba con el verbo sino que con él convencía, a tal punto que los curiosos paganos de Ravena poco a poco fueron cayendo en las redes del convencimiento verbal de Pedro.
La historia ha logrado conservar de él unos 176 sermones. Quiere decir, sermones de los escritos, de los que dejaba nota, porque lo suyo era la palabra en libertad, la palabra desde el púlpito, desde la plaza, la palabra tal cual le salía, la palabra sin la atadura del renglón.
No se cuentan de él milagros más que éste. Ni siquiera, en aquel siglo V, tuvo que pechar con las amenazas del martirio. El emperador no lo perseguía sino que lo aplaudía. Y las gentes también. Y por eso es por lo que llegó a los altares casi en forma multitudinaria, por una especie de aclamación general de que el mejor milagro del obispo era su palabra que a nadie dejaba indiferente.
El día que murió todos lo lloraron. Y decían:
- Y ahora, ¿a quién saldremos a escuchar?.